Los dos grandes de la literatura universal:
Cervantes:
«Amor y deseo son dos cosas diferentes; que no todo lo que se ama se desea, ni todo lo que se desea se ama» El Quijote
«Cada uno es artífice de su propia ventura» El Quijote
«Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades» La gitanilla
«Las venganzas castigan, pero no quitan culpa» Los trabajos de Persiles y Sigismunda.
Shakespeare:
«El amor, como ciego que es, impide a los amantes ver las divertidas tonterías que cometen» El mercader de Venecia
«Morir, dormir… ¿dormir? Tal vez soñar» Hamlet
«El amor no mira con los ojos, sino con el alma.» Sueño de una noche de verano
«Conservar algo que me ayude a recordarte seria admitir que te puedo olvidar» Romeo y Julieta.
Miguel de Cervantes Saavedra, del idioma español.
Biografía. Cuarto de los siete hijos del matrimonio de Rodrigo de Cervantes Saavedra y Leonor de Cortinas, Miguel de Cervantes Saavedra nació en Alcalá (dinámica sede de la segunda universidad española, fundada en 1508 por el cardenal Cisneros) entre el 29 de septiembre (día de San Miguel) y el 9 de octubre de 1547, fecha en que fue bautizado en la parroquia de Santa María la Mayor. La familia de su padre conocía la prosperidad, pero su abuelo Juan, graduado en leyes por Salamanca y juez de la Santa Inquisición, abandonó el hogar y comenzó una errática y disipada vida, dejando a su mujer y al resto de sus hijos en la indigencia, por lo que el padre de Cervantes se vio obligado a ejercer su oficio de cirujano barbero, lo cual convirtió la infancia del pequeño Miguel en una incansable peregrinación por las más populosas ciudades castellanas. Por parte materna, Cervantes tenía un abuelo magistrado que llegó a ser efímero propietario de tierras en Castilla. Estos pocos datos acerca de las profesiones de los ascendientes de Cervantes fueron la base de la teoría de Américo Castro sobre el origen converso (judíos obligados a convertirse en cristianos desde 1495) de ambos progenitores del escritor. El destino de Miguel parecía prefigurarse en parte en el de su padre, quien, acosado por las deudas, abandonó Alcalá para buscar nuevos horizontes en el próspero Valladolid, pero sufrió siete meses de cárcel por impagos en 1552, y se asentó en Córdoba en 1553. Dos años más tarde, en esa ciudad, Miguel ingresó en el flamante colegio de los jesuitas. Aunque no fuera persona de gran cultura, Rodrigo se preocupaba por la educación de sus hijos; el futuro escritor fue un lector precocísimo y sus dos hermanas sabían leer, cosa muy poco usual en la época, aun en las clases altas. Por lo demás, la situación de la familia era precaria. En 1556 Leonor vendió el único sirviente que le quedaba y partieron hacia Sevilla con el fin de mejorar económicamente, pues esta ciudad era la puerta de España a las riquezas de las Indias y la tercera ciudad de Europa (tras París y Nápoles) en la segunda mitad del siglo XVI. A los diecisiete años, Miguel era un adolescente tímido y tartamudo, que asistía a clase al colegio de los jesuitas y se distraía como asiduo espectador de las representaciones del popular Lope de Rueda, como recordaría luego, en 1615, en el prólogo a la edición de sus propias comedias: «Me acordaba de haber visto representar al gran Lope de Rueda, varón insigne en la representación y del entendimiento». En 1551 la hasta entonces pequeña y tranquila villa de Madrid había sido convertida en capital por Felipe II, por lo que en los años siguientes la ciudad quintuplicaría su tamaño y población; llevados nuevamente por el afán de prosperar, los Cervantes se trasladaron en 1566 a la nueva capital. No se sabe con certeza que Cervantes hubiera asistido a la universidad, a pesar de que en sus obras mostró familiaridad con los usos y costumbres estudiantiles; en cambio, su nombre aparece en 1568 como autor de cuatro composiciones en una antología de poemas en alabanza de Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II, fallecida ese mismo año. El editor del libro, el humanista Juan López de Hoyos (probable introductor de Cervantes a la lectura de Virgilio, Horacio, Séneca y Catulo y, sobre todo, a la del humanista Erasmo de Rotterdam) se refiere a Cervantes como «nuestro caro y amado alumno». Otros aventuran, sin embargo, que en el círculo o escuela de Hoyos, Cervantes había sido profesor y no discípulo. En el año de 1569 un tal Miguel de Cervantes fue condenado en Madrid a arresto y amputación de la mano derecha por herir a un tal Antonio de Segura. La pena, corriente, se aplicaba a quien se atreviera a hacer uso de armas en las proximidades de la residencia real. No se sabe si Cervantes salió de España ese mismo año huyendo de esta sanción, pero lo cierto es que en diciembre de 1569 se encontraba en los dominios españoles en Italia, provisto de un certificado de cristiano viejo (sin ascendientes judíos o moros), y meses después era soldado en la compañía de Diego de Urbina. Pero la gran expectativa bélica estaba puesta en la campaña contra el turco, en la que el Imperio español cifraba la continuidad de su dominio y hegemonía en el Mediterráneo. Diez años antes, España había perdido en Trípoli cuarenta y dos barcos y ocho mil hombres. En 1571 Venecia y Roma formaban, con España, la Santa Alianza, y el 7 de octubre, comandadas por el hermanastro bastardo del rey de España, Juan de Austria, las huestes españolas vencieron a los turcos en la batalla de Lepanto. Fue la gloria inmediata, una gloria que marcó a Cervantes, el cual relataría muchos años después, en la primera parte del Quijote, las circunstancias de la lucha. En su transcurso recibió el escritor tres heridas, una de las cuales, si se acepta esta hipótesis, inutilizó para siempre su mano izquierda y le valió el apelativo de «el manco de Lepanto» como timbre de gloria. Junto a su hermano menor, Rodrigo, Cervantes entró en batalla nuevamente en Corfú, también al mando de Juan de Austria. En 1573 y 1574 se encontraba en Sicilia y en Nápoles, donde mantuvo relaciones amorosas con una joven a quien llamó «Silena» en sus poemas y de la que tuvo un hijo, Promontorio. Es posible que pasara por Génova a las órdenes de Lope de Figueroa, puesto que la ciudad ligur aparece descrita en su novela ejemplar El licenciado Vidriera, y finalmente se dirigiera a Roma, donde frecuentó la casa del cardenal Acquaviva (a quien dedicaría La Galatea), conocido suyo tal vez desde Madrid, y por cuya cuenta habría cumplido algunas misiones y encargos. Fue ésta la época en que Cervantes se propuso conseguir una situación social y económica más elevada dentro de la milicia mediante su promoción al grado de capitán, para lo cual obtuvo dos cartas de recomendación ante Felipe II, firmadas por Juan de Austria y por el virrey de Nápoles, en las que se certificaba su valiente actuación en la batalla de Lepanto. Con esta intención, Rodrigo y Miguel de Cervantes se embarcaron en la goleta Sol, que partió de Nápoles el 20 de septiembre de 1575, y lo que debía ser un expedito regreso a la patria se convirtió en el principio de una infortunada y larga peripecia. A poco de zarpar, la goleta se extravió tras una tormenta que la separó del resto de la flotilla y fue abordada, a la altura de Marsella, por tres corsarios berberiscos al mando de un albanés renegado de nombre Arnaute Mamí. Tras encarnizado combate y la consiguiente muerte del capitán cristiano, los hermanos cayeron prisioneros. Las cartas de recomendación salvaron la vida a Cervantes, pero serían, a la vez, la causa de lo prolongado de su cautiverio: Mamí, convencido de hallarse ante una persona principal y de recursos, lo convirtió en su esclavo y lo mantuvo apartado del habitual canje de prisioneros y del tráfico de cautivos corriente entre turcos y cristianos. Esta circunstancia y su mano lisiada lo eximieron de ir a las galeras. Argel era en aquel momento uno de los centros de comercio más ricos del Mediterráneo. En él muchos cristianos pasaban de la esclavitud a la riqueza renunciando a su fe. El tráfico de personas era intenso, pero la familia de Cervantes estaba bien lejos de poder reunir la cantidad necesaria siquiera para el rescate de uno de los hermanos. Cervantes protagonizó, durante su prisión, cuatro intentos de fuga. El primero fue una tentativa frustrada de llegar por tierra a Orán, que era el punto más cercano de la dominación española. El segundo, al año de aquél, coincidió con los preparativos de la liberación de su hermano. En efecto, Andrea y Magdalena, las dos hermanas de Cervantes, mantuvieron un pleito con un madrileño rico llamado Alonso Pacheco Pastor, durante el cual demostraron que debido al matrimonio de éste sus ingresos como barraganas se verían mermados, y, según costumbre, obtuvieron dotes que fueron destinadas al rescate de Rodrigo, quien saldría de Argel el 24 de agosto de 1577. Los hermanos pudieron despedirse pese a haber fracasado el segundo intento de fuga de Miguel, que se salvó de la ejecución gracias a que su dueño lo consideraba un «hombre principal». El tercer intento fue mucho más dramático en sus consecuencias: Cervantes contrató un mensajero que debía llevar una carta al gobernador español de Orán. Interceptado, el mensajero fue condenado a muerte y empalado, mientras que al escritor se le suspendieron los dos mil azotes a los que se le había condenado y que equivalían a la muerte. Una vez más, la presunción de riqueza le permitió conservar la vida y alargó su cautiverio. Esto sucedía a principios de 1578. Finalmente, un año y medio más tarde, Cervantes planeó una fuga en compañía de un renegado de Granada, el licenciado Girón. Delatados por un tal Blanco de Paz, Cervantes fue encadenado y encerrado durante cinco meses en la prisión de moros convictos de Argel. Tuvo un nuevo dueño, el rey Hassán, que pidió seiscientos ducados por su rescate. Cervantes estaba aterrado: temía un traslado a Constantinopla. Mientras tanto su madre, doña Leonor, había iniciado trámites para su rescate. Fingiéndose viuda, reunió dinero, obtuvo préstamos y garantías, se puso bajo la advocación de dos frailes y, en septiembre de 1579, entregó al Consejo de las Cruzadas cuatrocientos setenta y cinco ducados. Hassán retuvo a Cervantes hasta el último momento, mientras los frailes negociaban y pedían limosna para completar la cantidad. Por último, el 19 de septiembre de 1580, fue liberado, y tras un mes en el que para limpiar su nombre pleiteó contra Blanco de Paz, se embarcó para España el 24 de octubre. Cinco días más tarde, después de un lustro de cautiverio, Cervantes llegó a Denia y volvió a Madrid. Tenía treinta y tres años y había pasado los últimos diez entre la guerra y la prisión; la situación de su familia, empobrecida y endeudada con el Consejo de las Cruzadas, reflejaba en cierto modo la profunda crisis general del imperio, que se agravaría luego de la derrota de la Armada Invencible en 1588. Al retornar, Cervantes renunció a la carrera militar, se entusiasmó con las perspectivas de prosperidad de los funcionarios de Indias, trató de obtener un puesto en América y fracasó. Mientras tanto, fruto de sus relaciones clandestinas con una joven casada, Ana de Villafranca (o Ana de Rojas), nació una hija, Isabel, criada por su madre y por el que aparecía como su padre putativo, Alonso Rodríguez. A los treinta y siete años, Cervantes contrajo matrimonio; su novia, Catalina de Salazar y Palacios, era de una familia de Esquivias, pueblo campesino de La Mancha. Tenía sólo dieciocho años; no obstante, no parece haber sido una unión signada por el amor. Meses antes, el escritor había acabado su primera obra importante, La Galatea, una novela pastoril al estilo puesto en boga por la Arcadia de Jacopo Sannazaro ochenta años atrás. El editor Blas de Robles le pagó 1.336 reales por el manuscrito. Esta cifra nada despreciable y la buena acogida y el relativo éxito del libro animaron a Cervantes a dedicarse a escribir comedias, aunque sabía que mal podía competir él, todavía respetuoso de las normas clásicas, con el nuevo modo de Lope de Vega, dueño absoluto de la escena española. Las dos primeras (La comedia de la confusión y Tratado de Constantinopla y muerte de Selim, escritas hacia 1585 y desaparecidas ambas) obtuvieron relativo éxito en sus representaciones, pero Cervantes fue vencido por el vendaval lopesco, y a pesar de las veinte o treinta obras compuesta en esta etapa (de las que sólo conocemos nueve títulos y dos textos, Los tratos de Argel y Numancia), alrededor de 1600 había dejado de escribir comedias, actividad que retomaría al final de sus días. Entre 1585 y 1600 Cervantes fijó su residencia en Esquivias, pero solía visitar Madrid solo; allí alternaba con los escritores de su tiempo, leía sus obras y mantenía una permanente querella con Lope de Vega. En 1587 ingresó en la Academia Imitatoria, primer círculo literario madrileño, y ese mismo año fue designado comisario real de abastos (recaudador de especies) para la Armada Invencible. También este destino le fue adverso: en Écija se enfrentó con la Iglesia por su excesivo celo recaudatorio y fue excomulgado; en Castro del Río fue encarcelado (1592), acusado de vender parte del trigo requisado. Al morir su madre en 1594, abandonó Andalucía y volvió a Madrid. Pero las penurias económicas siguieron acompañándole. Nombrado recaudador de impuestos, quebró el banquero a quien había entregado importantes sumas y Cervantes dio con sus huesos en prisión, esta vez en la de Sevilla, donde permaneció cinco meses. En esta época de extrema carencia comenzó probablemente la redacción de Don Quijote de la Mancha. Entre 1604 y 1606, la familia de Cervantes, su esposa, sus hermanas y su aguerrida hija natural, así como sus sobrinas, siguieron a la corte a Valladolid, hasta que el rey Felipe III ordenó el retorno a Madrid. En 1605, a principios de año, apareció en Madrid El ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha. Su autor era por entonces un hombre enjuto, delgado, de cincuenta y ocho años, tolerante con su turbulenta familia, poco hábil para ganar dinero, pusilánime en tiempos de paz y decidido en los de guerra. La fama fue inmediata, pero los efectos económicos apenas se hicieron notar. Cuando en junio de 1605 toda la familia Cervantes, con el escritor a la cabeza, fue a la cárcel por unas horas a causa de un turbio asunto que sólo tangencialmente les tocaba (la muerte de un caballero asistido por las mujeres de la familia, ocurrida tras ser herido aquél a las puertas de la casa), don Quijote y Sancho ya pertenecían al acervo popular. Su autor, mientras tanto, seguía pasando estrecheces. No le ofreció respiro ni siquiera la vida literaria: animado por el éxito del Quijote, ingresó en 1609 en la Cofradía de Esclavos del Santísimo Sacramento, a la que también pertenecían Lope de Vega y Francisco de Quevedo. Era ésta costumbre de la época, que ofrecía a Cervantes la oportunidad de obtener algún protectorado. En aquel mismo año se firmó el decreto de expulsión de los moriscos y se acentuó el endurecimiento de la vida social española, sometida al rigor inquisitorial. Cervantes saludó la expulsión con alegría, mientras su hermana Magdalena ingresaba en una orden religiosa. Fueron años de redacción de testamentos y contiendas sórdidas: Magdalena había excluido del suyo a Isabel en favor de otra sobrina, Constanza, y Cervantes renunció a su parte de la finca de su hermano también en favor de aquélla, dejando fuera a su propia hija, enzarzada en un pleito interminable con el propietario de la casa en la que vivía y en el que Cervantes se había visto obligado a declarar a favor de su hija. A pesar de no conseguir siquiera (como tampoco lo logró Góngora) ser incluido en el séquito de su mecenas el conde de Lemos, recién nombrado nuevo virrey de Nápoles (el cual, sin embargo, le daba muestras concretas de su favor), Cervantes escribió a un ritmo imparable: las Novelas ejemplares vieron la luz en 1613; el Viaje al Parnaso, en verso, en 1614. Ese mismo año lo sorprendió la aparición, en Tarragona, de una segunda parte espuria del Quijote escrita por un tal Alonso Fernández de Avellaneda, que se proclamó auténtica continuación de las aventuras del hidalgo. Así, enfermo y urgido, y mientras preparaba la publicación de las Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados (1615), acabó la segunda parte del Quijote, que se imprimiría en el curso del mismo año. A principios de 1616 estaba terminando una novela de aventuras en estilo bizantino: Los trabajos de Persiles y Sigismunda. El 19 de abril recibió la extremaunción y al día siguiente redactó la dedicatoria al conde de Lemos, ofrenda que ha sido considerada como exquisita muestra de su genio y conmovedora expresión autobiográfica: «Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir...». Unos meses antes de su muerte, Cervantes había tenido una recompensa moral por sus penurias e infortunios económicos: uno de los censores, el licenciado Márquez Torres, le envió una recomendación en la que relataba una conversación mantenida en febrero de 1615 con notables caballeros del séquito del embajador francés:
En efecto, ya circulaban traducciones al inglés y al francés desde 1612, y puede decirse que Cervantes supo que con el Quijote creaba una forma literaria nueva. Supo también que introducía el género de la novela corta en castellano con sus Novelas ejemplares y sin duda adivinaba los ilimitados alcances de la pareja de personajes que había concebido. Sus contemporáneos, si bien reconocieron la viveza de su ingenio, no vislumbraron la profundidad del descubrimiento del Quijote, fundación misma de la novela moderna. Así, entre el 22 y el 23 de abril de 1616, murió en su casa de Madrid, asistido por su esposa y una de sus sobrinas; envuelto en su hábito franciscano y con el rostro sin cubrir, fue enterrado en el convento de las trinitarias descalzas, en la entonces llamada calle de Cantarranas. A principios de 2015, un grupo de investigadores que se había propuesto localizar su tumba encontró un ataúd con las iniciales "M.C.", pero el examen de su contenido reveló que no podía ser el del escritor. En marzo del mismo año, los estudiosos concluyeron que sus restos mortales se hallaban en un enterramiento en el subsuelo de la cripta, mezclados tras un traslado con los de otras dieciséis personas. Las fuentes del arte de Cervantes como novelista son complejas: por un lado, don Quijote y Sancho son parodia de los caballeros andantes y sus escuderos; por otro, en ellos mismos se exalta la fidelidad al honor y a la lucha por los débiles. En el Quijote confluyen, pues, realismo y fantasía, meditación y reflexión sobre la literatura: los personajes discuten sobre su propia entidad de personajes mientras las fronteras entre delirio y razón y entre ficción y realidad se borran una y otra vez. Pero el derrotero de Cervantes, que asistió tanto a las glorias imperiales de Lepanto como a las derrotas de la Invencible ante las costas de Inglaterra, sólo conoció los sinsabores de la pobreza y las zozobras ante el poder. Al revés que su personaje, no pudo escapar nunca de su destino de hidalgo, soldado y pobre. Obra de Cervantes Novelas Miguel de Cervantes cultivó, pero a su original modo, los géneros narrativos habituales en la segunda mitad del siglo xvi: la novela bizantina, la novela pastoril, la novela picaresca, la novela morisca, la sátira lucianesca, la miscelánea. Renovó un género, la novela, que se entendía entonces a la italiana como relato breve, exento de retórica y de mayor trascendencia. Orden cronológico:
La Galatea La Galatea fue la primera novela de Cervantes, en 1585. Forma parte del subgénero pastoril (una «égloga en prosa» como define el autor), triunfante en el Renacimiento. Su primera publicación apareció cuando tenía 38 años con el título de Primera parte de La Galatea. Como en otras novelas del género (similar al de La Diana de Jorge de Montemayor), los personajes son pastores idealizados que relatan sus cuitas y expresan sus sentimientos en una naturaleza idílica (locus amoenus). La Galatea se divide en seis libros en los cuales se desarrollan una historia principal y cuatro secundarias que comienzan en el amanecer y finalizan al anochecer, como en las églogas tradicionales, pero de la misma manera que en los poemas bucólicos de Virgilio cada pastor es en realidad una máscara que representa a un personaje verdadero. Don Quijote de la Mancha Es la novela cumbre de la literatura en lengua española. Su primera parte apareció en 1605 y obtuvo una gran acogida pública. Pronto se tradujo a las principales lenguas europeas y es una de las obras con más traducciones del mundo. En 1615 se publicó la segunda parte. En un principio, la pretensión de Cervantes fue combatir el auge que habían alcanzado los libros de caballerías, satirizándolos con la historia de un hidalgo manchego que perdió la cordura por leerlos, creyéndose caballero andante. Para Cervantes, el estilo de las novelas de caballerías era pésimo, y las historias que contaba eran disparatadas. A pesar de ello, a medida que iba avanzando el propósito inicial fue superado, y llegó a construir una obra que reflejaba la sociedad de su tiempo y el comportamiento humano. Es probable que Cervantes se inspirara en el Entremés de los romances, en el que un labrador pierde el juicio por su afición a los héroes del Romancero viejo. Novelas ejemplares Entre 1590 y 1612, Cervantes escribió una serie de novelas cortas (pues el término novela se usaba en la época en el mismo sentido que su étimo, el italiano novella, esto es, lo que hoy llamamos novela corta o relato largo) que después acabaría reuniendo en 1613 en la colección de las Novelas ejemplares, dada la gran acogida que obtuvo con la primera parte del Quijote. En un principio recibieron el nombre de Novelas ejemplares de honestísimo entretenimiento. Dado que existen dos versiones de Rinconete y Cortadillo y de El celoso extremeño, se piensa que Cervantes introdujo en estas novelas algunas variaciones con propósitos morales, sociales y estéticos (de ahí el nombre de «ejemplares»). La versión más primitiva se encuentra en el llamado manuscrito de Porras de la Cámara, una colección miscelánea de diversas obras literarias entre las cuales se encuentra una novela habitualmente atribuida también a Cervantes, La tía fingida. Por otra parte, algunas novelas cortas se hallan también insertas en el Quijote, como «El curioso impertinente» o una «Historia del cautivo» que cuenta con elementos autobiográficos. Además, se alude a otra novela ya compuesta, Rinconete y Cortadillo. Los trabajos de Persiles y Sigismunda Es la última obra de Cervantes. Pertenece al subgénero de la novela bizantina. En ella escribió la dedicatoria a Pedro Fernández de Castro y Andrade, VII conde de Lemos, el 19 de abril de 1616, cuatro días antes de fallecer, donde se despide de la vida citando estos versos:
El autor ve claramente que le queda poca vida y se despide de sus amigos, no se hace ilusiones. Sin embargo, desea vivir y terminar obras que tiene en el magín, cuyo título escribe: Las semanas del jardín, El famoso Bernardo y una segunda parte de La Galatea. En el género de la novela bizantina, cuenta Cervantes, se atreve a competir con el modelo del género, Heliodoro. La novela, inspirada en la crónica de Saxo Gramático y Olao Magno y en las fantasías del Jardín de flores curiosas de Antonio de Torquemada, cuenta la peregrinación llevada a cabo por Persiles y Sigismunda, dos príncipes nórdicos enamorados que se hacen pasar por hermanos cambiándose los nombres por Periandro y Auristela. Separados por todo tipo de peripecias, emprenden un viaje desde el norte de Europa hasta Roma, pasando por España, con finalidad expiatoria antes de contraer matrimonio. La obra es importante porque supone en el autor un cierto distanciamiento de las fórmulas realistas que hasta el momento ha cultivado, pues aparecen hechos tan peregrinos como que una mujer salte de un campanario librándose de estrellarse gracias al paracaídas que forman sus faldas o que haya personajes que adivinen el futuro. Los personajes principales aparecen algo desvaídos y en realidad la obra está protagonizada por un grupo, en el que se integran dos españoles abandonados en una isla desierta, Antonio y su hijo, criado en la isla como una especie de bárbaro arquero en contacto con la naturaleza. Los últimos pasajes del libro están poco limados, ya que el autor falleció antes de corregirlos. La obra tuvo cierto éxito y se reimprimió varias veces, pero fue olvidada en el siglo siguiente. Poesía Cervantes se afanó en ser poeta, aunque llegó a dudar de su capacidad, como él mismo dijo antes de su muerte en Viaje del Parnaso: Yo que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo Se han perdido o no se han identificado casi todos los versos que no estaban incluidos en sus novelas o en sus obras teatrales; aunque se le suele llamar inventor de los versos de cabo roto, en realidad no fue él. Cervantes declara haber compuesto gran número de romances, entre los cuales estimaba especialmente uno sobre los celos. En efecto, hacia 1580 participó con otros grandes poetas contemporáneos como Lope de Vega, Góngora o Quevedo en la imitación de los romances antiguos que dio origen al Romancero nuevo, llamado así frente al tradicional y anónimo Romancero viejo del siglo xv. Inicia su obra poética con las cuatro composiciones dedicadas a Exequias de la reina Isabel de Valois. Otros poemas fueron: A Pedro Padilla, A la muerte de Fernando de Herrera, A la Austriada de Juan Rufo. Como poeta sin embargo destaca en el tono cómico y satírico, y sus obras maestras son los sonetos Un valentón de espátula y greguesco y Al túmulo del rey Felipe II, del cual se hizo famoso los últimos versos: Caló el chapeo, requirió la espada, / miró al soslayo, fuese, y no hubo nada. La Epístola a Mateo Vázquez es una falsificación escrita por el erudito decimonónico Adolfo de Castro, como asimismo lo es el folleto en prosa El buscapié, una vindicación del Quijote escrita también por este erudito. Asentó algunas innovaciones en la métrica, como la invención de la estrofa denominada ovillejo y el uso del soneto con estrambote. Viaje del Parnaso. El único poema narrativo extenso de Cervantes es Viaje del Parnaso (1614) compuesto en tercetos encadenados. En él alaba y critica a algunos poetas españoles. Se trata en realidad de una adaptación, como dice el propio autor, del Viaggio di Parnaso (1578) de Cesare Caporali di Perugia o Perugino. Narra en ocho capítulos el viaje al monte Parnaso del propio autor a bordo de una galera dirigida por Mercurio, en la que algunos poetas elogiados tratan de defenderlo frente a los poetastros o malos poetas. Reunidos en el monte con Apolo, salen airosos de la batalla y el protagonista regresa de nuevo a su hogar. La obra se completa con la Adjunta al Parnaso, donde Pancracio de Roncesvalles entrega a Cervantes dos epístolas de Apolo. Teatro. Dadas sus penurias económicas, el teatro fue la gran vocación de Cervantes, quien declaró haber escrito «veinte o treinta comedias», de las cuales se conservan los títulos de diecisiete y los textos de once, sin contar ocho entremeses y algunos otros atribuidos. Escribe que cuando era mozo «se le iban los ojos» tras el carro de los comediantes y que asistió a las austeras representaciones de Lope de Rueda. Sin embargo, su éxito, que lo tuvo, pues sus obras se representaron «sin ofrenda de pepinos», como dice en el prólogo a sus Ocho comedias y ocho entremeses nunca representados, fue efímero ante el exitazo de la nueva fórmula dramática de Lope de Vega, más audaz y moderna que la suya, que hizo a los empresarios desestimar las comedias cervantinas y preferir las de su rival. El teatro de Cervantes poseía un fin moral, incluía personajes alegóricos y procuraba someterse a las tres unidades aristotélicas de acción, tiempo y lugar, mientras que el de Lope rompía con esas unidades y era moralmente más desvergonzado y desenvuelto, así como mejor y más variadamente versificado. Cervantes nunca pudo sobrellevar este fracaso y se mostró disgustado con el nuevo teatro lopesco en la primera parte del Quijote, cuyo carácter teatral aparece bien asentado a causa de la abundancia de diálogos y de situaciones de tipo entremesil que entreverán la trama. Y es, en efecto, el entremés el género dramático donde luce en todo su esplendor el genio dramático de Cervantes, de forma que puede decirse que junto a Luis Quiñones de Benavente y Francisco de Quevedo es Cervantes uno de los mejores autores del género, al que aportó una mayor profundidad en los personajes, un humor inimitable y un mayor calado y trascendencia en la temática. Que existía interconexión entre el mundo teatral y el narrativo de Cervantes lo demuestra que, por ejemplo, el tema del entremés de El viejo celoso aparezca en la novela ejemplar de El celoso extremeño. Otras veces aparecen personajes sanchopancescos, como en el entremés de la Elección de los alcaldes de Daganzo, donde el protagonista es tan buen catador o «mojón» de vinos como Sancho. El barroco tema de la apariencia y la realidad se muestra en El retablo de las maravillas, donde se adapta el cuento medieval de don Juan Manuel (que Cervantes conocía y había leído en una edición contemporánea) del rey desnudo y se le da un contenido social. El juez de los divorcios tocaba también biográficamente a Cervantes, y en él se llega a la conclusión de que «más vale el peor concierto / que no el divorcio mejor». También poseen interés los entremeses de El rufián viudo, La cueva de Salamanca, El vizcaíno fingido y La guarda cuidadosa. Para sus entremeses adopta Cervantes tanto la prosa como el verso y se le atribuyen algunos otros, como el de Los habladores. En sus piezas mayores el teatro de Cervantes ha sido injustamente poco apreciado y representado, con algunos sin estrenarse hasta la fecha (2015), con excepción de la que representa el ejemplo más acabado de imitación de las tragedias clásicas: El cerco de Numancia, también titulada La destrucción de Numancia, donde se escenifica el tema patriótico del sacrificio colectivo ante el asedio del general Escipión el Africano y donde el hambre toma la forma de sufrimiento existencial, añadiéndose figuras alegóricas que profetizan un futuro glorioso para España. Se trata de una obra donde la Providencia parece tener el mismo cometido que tenía para el Eneas escapado de la Troya incendiada en Virgilio. Parecida inspiración patriótica poseen otras comedias, como La conquista de Jerusalén, descubierta recientemente. Otras comedias suyas tratan el tema, que tan directamente padeció el autor y al que incluso se hace alusión en un pasaje de su última obra, el Persiles, del cautiverio en Argel, como Los baños de Argel, El trato de Argel (también titulada Los tratos de Argel), La gran sultana y El gallardo español, donde se ha querido también encontrar la denuncia de la situación de los antiguos soldados como el propio Cervantes. De tema más novelesco son La casa de los celos y selvas de Ardenia, El laberinto de amor, La entretenida. Carácter picaresco tienen Pedro de Urdemalas y El rufián dichoso. Cervantes reunió sus obras no representadas en Ocho comedias y ocho entremeses nunca representados; además, se conservan otras obras en manuscrito: El trato de Argel, El gallardo español, La gran sultana y Los baños de Argel. |
Mi vivencia como Abogado Santiaguino. El Quijote Poesía y literatura. Bibliotecas y mi colección de libros. |
CULTURA Shakespeare y Cervantes: entre el ideal y la realidad. El 23 de abril se celebra el día del libro, en conmemoración de la muerte de Miguel de Cervantes y William Shakespeare, en 1616. No obstante, los maestros de la literatura hispana e inglesa no murieron el mismo día. Miguel de Cervantes y William Shakespeare vivieron en la misma época y marcaron como nadie la literatura en sus respectivas lenguas, pero sus vidas fueron muy diferentes. Shakespeare, que nació en 1564 en Stratford-upon-Avon, asistió a la escuela de latín más renombrada de su ciudad, donde aprendió las bases de la retórica y la lírica. Cervantes, nacido 17 años antes en Alcalá de Henares, venía de una familia noble empobrecida y estudió teología en la Universidad de Salamanca. Biografías disímiles. La vida de Cervantes fue muy azarosa. En 1569 se fue a Roma, aparentemente huyendo de la Justicia española, y sirvió al cardenal Giulio Acquaviva. A los 22 años se enroló en la Marina española y se vio envuelto en la batalla de Lepanto (1571) contra el Imperio Otomano. Fue herido en el pecho y en la mano izquierda, que perdió su movilidad, lo que le reportó el sobrenombre de “Manco de Lepanto”. Shakespeare, en tanto, no estudió en la universidad. Tras unos años de los que nada se sabe, reaparece en 1592 en un documento de Robert Green, lo que hace suponer que a esas alturas era relativamente conocido. Ya era miembro de la compañía de teatro “Chamberlain's men”, que más tarde fue rebautizada como “King's men”. El hombre de negocios y el soldado. De ahí en adelante, Shakespeare causó furor con sus obras de teatro y novelas. Cervantes, en cambio, fue apresado cuando viajaba de regreso a casa con la Marina española, y permaneció prisionero en Argel durante 5 años. Tras cuatro intentos frustrados de fuga, recuperó la libertad en 1580, gracias a un rescate que pagó la Orden de los Trinitarios. Sus vivencias en cautiverio se plasmaron en “El Trato de Argel”, que no tuvo mayor eco. Debido a su crónica falta de éxito y dinero, se enroló nuevamente como soldado entre 1580 y 1583. Nunca pudo vivir de la literatura, a diferencia de Shakespeare, que ya en vida gozó de fama literaria y habilidad para los negocios. Tuvo participación en la propiedad del los teatros The Globe y Blackfriars, lo que le permitió ganar bastante dinero. Cervantes, por su parte, trabajó un tiempo como proveedor de la flota española, pero terminó dos veces preso por negocios fallidos. En la cárcel comenzó a escribir su obra maestra: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. El mejor libro del mundo. La obra tuvo éxito pero el dinero fue a parar a manos de los editores. En 2002, Don Quijote fue elegido el “mejor libro del mundo” por 100 conocidos escritores, en una votación organizada por el Instituto Nobel. En la literatura de Occidente se considera que marcó el nacimiento del género de la novela. Pese a la distancia geográfica y a las dispares biografías, tanto Cervantes como Shakespeare tematizaron en sus obras la misma pregunta: ¿Qué es realidad y qué un sueño? En ambos casos, el conflicto en entre los ideales y la realidad ocupan un lugar central. Tanto Shakespeare como Cervantes murieron el 23 de abril de 1616. No obstante, el genio de la literatura inglesa dejó en realidad este mundo 10 días más tarde. La razón: Inglaterra utilizaba aún el calendario Juliano, mientras que España ya había adoptado el gregoriano. |
( Stratford-upon-Avon, Warwickshire, Reino de Inglaterra, c. 23 de abril de 1564-jul. - ib., 23 de abril-jul./ 3 de mayo de 1616-greg.) fue un dramaturgo, poeta y actor inglés. Conocido en ocasiones como el Bardo de Avon (o simplemente el Bardo), Shakespeare es considerado el escritor más importante en lengua inglesa y uno de los más célebres de la literatura universal.
El crítico estadounidense Harold Bloom sitúa a Shakespeare junto a Dante Alighieri, en la cúspide de su «canon occidental»: «Ningún otro escritor ha tenido nunca tantos recursos lingüísticos como Shakespeare, tan profusos en Trabajos de amor perdidos que tenemos la impresión de que, de una vez por todas, se han alcanzado muchos de los límites del lenguaje. Sin embargo, la mayor originalidad de Shakespeare reside en la representación de personajes: Bottom es un melancólico triunfo; Shylock, un problema permanentemente equívoco para todos nosotros; pero sir John Falstaff es tan original y tan arrollador que, con él, Shakespeare da un giro de ciento ochenta grados a lo que es crear a un hombre por medio de palabras». Jorge Luis Borges escribió sobre él: «Shakespeare es el menos inglés de los poetas de Inglaterra. Comparado con Robert Frost (de New England), con William Wordsworth, con Samuel Johnson, con Chaucer y con los desconocidos que escribieron, o cantaron, las elegías, es casi un extranjero. Inglaterra es la patria del understatement, de la reticencia bien educada; la hipérbole, el exceso y el esplendor son típicos de Shakespeare». Shakespeare fue poeta y dramaturgo venerado ya en su tiempo, pero su reputación no alcanzó las altísimas cotas actuales hasta el siglo xix. Los románticos, particularmente, aclamaron su genio, y los victorianos adoraban a Shakespeare con una devoción que George Bernard Shaw denominó «bardolatría». En el siglo xx, sus obras fueron adaptadas y redescubiertas en multitud de ocasiones por todo tipo de movimientos artísticos, intelectuales y de arte dramático. Las comedias y tragedias shakespearianas han sido traducidas a las principales lenguas, y constantemente son objeto de estudios y se representan en diversos contextos culturales y políticos de todo el mundo. Por otra parte, muchas de las citas y aforismos que salpican sus obras han pasado a formar parte del uso cotidiano, tanto en inglés como en otros idiomas. Y en lo personal, con el paso del tiempo, se ha especulado mucho sobre su vida, cuestionando su sexualidad, su filiación religiosa, e incluso la autoría de sus obras. |
Biografía (Stratford on Avon, Reino de Inglaterra, 1564 - id., 1616) Tercero de los ocho hijos de John Shakespeare, un acaudalado comerciante y político local, y Mary Arden, cuya familia había sufrido persecuciones religiosas derivadas de su confesión católica, poco o nada se sabe de la niñez y adolescencia de William Shakespeare. Parece probable que estudiara en la Grammar School de su localidad natal, si bien se desconoce cuántos años y en qué circunstancias. Según el dramaturgo Ben Jonson, coetáneo suyo, William Shakespeare aprendió «poco latín y menos griego», y en todo caso parece también probable que abandonara la escuela a temprana edad debido a las dificultades por las que atravesaba su padre, ya fueran éstas económicas o derivadas de su carrera política. Sea como fuere, siempre se ha considerado a Shakespeare como una persona culta, pero no en exceso, y ello ha posibilitado el nacimiento de teorías según las cuales habría sido tan sólo el hombre de paja de alguien deseoso de permanecer en el anonimato literario. A ello ha contribuido también el hecho de que no se disponga en absoluto de escritos o cartas personales del autor, quien parece que sólo escribió, aparte de su producción poética, obras para la escena. La andadura de Shakespeare como dramaturgo empezó tras su traslado a Londres, donde rápidamente adquirió fama y popularidad en su trabajo para la compañía Chaberlain's Men, más tarde conocida como King's Men, propietaria de dos teatros, The Globe y Blackfriars. También representó, con éxito, en la corte. Sus inicios fueron, sin embargo, humildes, y según las fuentes trabajó en los más variados oficios, si bien parece razonable suponer que estuvo desde el principio relacionado con el teatro, puesto que antes de consagrarse como autor se le conocía ya como actor. Su estancia en la capital británica se fecha, aproximadamente, entre 1590 y 1613, año este último en que dejó de escribir y se retiró a su localidad natal, donde adquirió una casa conocida como New Place, mientras invertía en bienes inmuebles de Londres la fortuna que había conseguido amasar. La obra de Shakespeare La publicación, en 1593, de su poema Venus y Adonis, muy bien acogido en los ambientes literarios londinenses, fue uno de sus primeros éxitos. De su producción poética posterior cabe destacar La violación de Lucrecia (1594) y los Sonetos (1609), de temática amorosa y que por sí solos lo situarían entre los grandes de la poesía anglosajona. Con todo, fue su actividad como dramaturgo lo que dio fama a Shakespeare en la época. Su obra, en total catorce comedias, diez tragedias y diez dramas históricos, es un exquisito compendio de los sentimientos, el dolor y las ambiciones del alma humana. Tras unas primeras tentativas, en las que se transparenta la influencia de Christopher Marlowe, antes de 1600 aparecieron la mayoría de sus «comedias alegres» y algunos de sus dramas basados en la historia de Inglaterra. Destaca sobre todo la fantasía y el sentido poético de las comedias de este período, como en El sueño de una noche de verano; el prodigioso dominio del autor en la versificación le permitía distinguir a los personajes por el modo de hablar, amén de dotar a su lenguaje de una naturalidad casi coloquial. A partir de 1600, Shakespeare publica las grandes tragedias y las llamadas «comedias oscuras». Los grandes temas son tratados en las obras de este período con los acentos más ambiciosos, y sin embargo lo trágico surge siempre del detalle realista o del penetrante tratamiento psicológico del personaje, que induce al espectador a identificarse con él: así, Hamlet refleja la incapacidad de actuar ante el dilema moral entre venganza y perdón; Otelo, la crueldad gratuita de los celos; y Macbeth, la cruel tentación del poder. Afín a este grupo pese a su tema «romano» es Antonio y Cleopatra, plasmación de la pasión desenfrenada entre el general Marco Antonio y la reina egipcia Cleopatra. En sus últimas obras, a partir de 1608, cambia de registro y entra en el género de la tragicomedia, a menudo con un final feliz en el que se entrevé la posibilidad de la reconciliación, como sucede en Pericles; esta nueva orientación culmina en su última pieza, La tempestad, con cuyo estreno en 1611 puso fin a su trayectoria. Quizá cansado y enfermo, dos años después se retiró a su casa de Stratford, donde fallecería 23 de abril de 1616 del antiguo calendario juliano, usado en aquel tiempo en Inglaterra. Otro gran genio de la historia de la literatura universal, Miguel de Cervantes, falleció en la misma fecha del actual calendario gregoriano, ya adoptado por entonces en España. Shakespeare publicó en vida tan sólo dieciséis de las obras que se le atribuyen; por ello, algunas de ellas posiblemente se hubieran perdido de no publicarse (pocos años después de la muerte del poeta) el Folio, volumen recopilatorio que serviría de base para todas las ediciones posteriores. |
Grupo de teatro Poesía y literatura. |
LITERATURA REVISTA La conspiración de William Shakespeare.
1 noviembre 2022 Sobre ningún otro escritor pesa la duda acerca de la autoría de sus obras como sobre William Shakespeare, cuya mítica figura es objeto de teorías que debaten el mito de su genio, acaso por ser un misterio vital que a más de cuatrocientos años de distancia persiste como una fuerza motora que embarga la conciencia universal con sus creaciones. La propiedad de su corpus creativo, reconocido como uno de los legados artísticos más grandes de la humanidad, ha sido puesta bajo la lupa a partir del siglo XIX bajo el argumento de que el ser humano y el genio no son compatibles. Debido al origen humilde de William Shakespeare (hijo de un artesano guantero, aparentemente iletrado) no parece posible que hubiera contado con las herramientas y la educación formal necesarias para avalar la cultura e ilustración que ostenta su obra, ni con el conocimiento intestino de los modos de proceder y las costumbres de la aristocracia inglesa que figuran como escenarios para sus tramas dramáticas. Sin dudar de su existencia real, documentada en contratos que avalan su oficio como actor y empresario teatral, para el vasto número de conspiradores que no han dejado de circular desde el arranque de la sospecha, William Shakespeare no es más que un prestanombres, un pseudónimo sobre el cual se han parapetado distintos personajes distinguidos de la época, cuya procedencia social o bien estatus dentro de la misma (como es el caso de las mujeres) no les permitían trabajar bajo su propio apelativo. Entre las primeras sospechas conocidas está la propuesta por la escritora y dramaturga estadounidense Delia Bacon, quien alrededor de 1856 afirmó tener la suficiente evidencia para demostrar que el autor legítimo de las obras de Shakespeare era un grupo de pensadores comandado por el filósofo y político de la corte inglesa Francis Bacon en colaboración con Walter Raleigh, escritor y político favorecido por la corte isabelina, y el reconocido poeta Edmund Spenser, entre otros. La acusación de Delia proviene de los paralelismos entre las ideas filosóficas de Bacon, el uso de palabras y figuras retóricas propias a su léxico personal, así como a la tenencia de información comprometedora sobre los usos y costumbres de la corte isabelina, que no solo denunciaban vicios ocultos, sino que otorgaban a las obras dramáticas el carácter de vehículo para inculcar ideas políticas y filosóficas. Con el apoyo de Ralph Waldo Emerson, Delia acudió a Inglaterra para profundizar en su investigación y lejos de recurrir a las vías tradicionales de indagación bibliográfica intentó exhumar los restos de Bacon en búsqueda de evidencia secreta, pero no tuvo éxito. El dramaturgo coetáneo al autor de Hamlet Christopher Marlowe también ha figurado en esta lista, amparado incluso bajo la improbable teoría de que no murió asesinado y continuó escribiendo. Una creencia que ha trascendido como un chiste recurrente que alude a la supuesta rivalidad que sostuvieron en vida ambos creadores. Otra postura controversial proviene del grupo iniciado hacia 1920 por el maestro de escuela John Thomas Looney, quien afirmó que el verdadero autor de las obras fue Edward de Vere, decimoséptimo conde de Oxford. Para estos conspiradores, el aristócrata de la era isabelina ofrendó partes de su biografía a los eventos acontecidos en las obras y sonetos adjudicados al bardo. El motivo de no haberlos publicado bajo su nombre fue para no correr peligro, preservar su reputación y proteger los secretos concernientes a la vida privada de la reina Isabel I. Los radicales simpatizantes de esta teoría, conocidos como oxfordianos, han creado desde entonces organizaciones internacionales dedicadas a este debate e incluso han llevado el tema a la Corte Suprema de Estados Unidos, sin obtener un resultado favorable. También se ha barajado la posibilidad de que Shakespeare fuera una mujer, una sospecha fundamentada primordialmente por una lectura atenta a sus personajes femeninos, quienes en su complejo modo de ser y actuar muestran una desviación notable de los modos y costumbres de la época; es por ello que se especula sobre figuras como lady Mary Sidney, condesa de Pembroke, quien contaba con el rango aristocrático, el potencial intelectual y la cultura necesarios para escribir los dramas. Sin embargo, la confabulación que cuenta con más adeptos en la era contemporánea apunta a la poeta Emilia Bassano (también conocida como Emilia Lanier), a quien se le ha identificado tradicionalmente como la “dama oscura” de los sonetos de Shakespeare y quien fue la primera mujer publicada en Inglaterra en 1611. Si bien este personaje fascinante ha rondado el imaginario por posiblemente haber sido allegada al autor, es gracias a un muy bien argumentado artículo escrito por la periodista Elizabeth Winkler, publicado en la revista The Atlantic en 2019, que la chispa de la duda vuelve a encenderse. Winkler señala las cualidades de esta extraordinaria mujer de ascendencia italo-judía, educada dentro de la corte y con una sapiencia intelectual y musical destacable, así como su experiencia geográfica y cultural de primera mano sobre lugares que el bardo aparentemente nunca visitó. Los stratfordianos, aquellos que verdaderamente creen que Shakespeare, el actor y empresario, es el autor legítimo, en su propio fanatismo y desmesura no contuvieron sus ataques a esta postura y a la propia Winkler y consideraron esta posibilidad una ofensa inédita. Estas confabulaciones son tan complejas, y enloquecidas por momentos, que no han pasado inadvertidas para la ficción: varias películas, como Anonymous (2011) de Roland Emmerich, u obras teatrales, como I am Shakespeare (2007) de Mark Rylance, las han hecho motivo de sus tramas. La pieza teatral de Rylance, quien fue director artístico del Shakespeare’s Globe Theatreen Londres, se mofa de diversas teorías, dando a cada personaje puesto bajo sospecha la oportunidad de explicar por qué podría ser el verdadero creador hasta llegar a un clímax delirante en donde se invita al público a proclamarse también como el autor de Romeo y Julieta. Sobre la última polémica arrojada por Winkler, Rylance ha declarado entretenido que tendría que hacer actualizaciones cada tanto de su propia obra, pero más allá de ver en todo el asunto un conflicto reconoce en estas controversias parte de la vitalidad sobre el aparente misterio que rodea el vigor de esos dramas en los que la humanidad sigue encontrando interrogantes, placeres y sorpresas. En una dimensión paralela quizás el alma del verdadero y único William Shakespeare está ahora mismo deleitada con los giros que ofrece esta desmesurada trama. ~ |
ENTRECLÁSICOS William Shakespeare, poeta del caos Es el cronista de la oscuridad y el mal, el testigo de la interminable caída del hombre en una culpa sin expectativas de redención. Al leer a Shakespeare se experimentan las mismas sensaciones que al adentrarse en un texto sagrado: temor, perplejidad, asombro, espanto. Parece que todo aconteciera por primera vez, que cada historia fuera el principio de una cadena infinita, que la locura, lejos de ser una desgracia humana, constituyera una de las fuerzas del universo. Las historias de Shakespeare no están sujetas a las servidumbres del tiempo y el espacio. Ostentan la extraña perennidad de los mitos, capaces de conmover indistintamente a todos los hombres. La gloria de los clásicos depende de su capacidad de estar asociados a una imagen. Cervantes es inseparable del hidalgo enloquecido que embiste a los molinos. No podemos pensar en Dante sin evocar los nueve círculos del Infierno. Homero nos trae a la mente la cólera de Aquiles y la ira del cíclope. Shakespeare ha creado una imagen que abarca toda la aventura de la conciencia humana. Somos el único animal que piensa en su muerte y se plantea si la vida es un don o una horrible condena. Hamlet, daga en mano, preguntándose si merece la pena existir o no, si es razonable aguantar el infortunio o ponerle fin con un gesto letal, simboliza la anomalía de nuestra especie. Hace tiempo que dejamos de obrar solo por instinto, pero no estamos seguros de que ese salto haya constituido un progreso o una maldición. ¿Estamos más cerca del cielo o del infierno que un gato dormido al sol? El ser humano actúa presuntamente impulsado por la razón, pero Shakespeare nos muestra que a menudo las pasiones eclipsan nuestro juicio. Otelo mata a Desdémona sin pruebas inequívocas de su deslealtad. El rey Lear reparte su reino entre sus hijas, a pesar de que eso significa quedar expuesto a las aristas de la ingratitud filial. Romeo y Julieta se enamoran, sin ignorar que su idilio puede desembocar en una orgía de sangre, pues sus familias están mortalmente enemistadas. Shakespeare nos enseña que hay una violencia desatada por las pasiones, turbia y brutal, pero hay otra violencia peor, la violencia inspirada por la ambición. Lucifer se rebeló contra Dios porque anhelaba usurpar su poder. Destruyó la armonía del Paraíso Celestial, corrompiendo a otros ángeles, que se aliaron con él para asaltar el trono del Padre. Ese lejano intento de parricidio –Lucifer intentó matar a Dios, su creador– es el arquetipo de otras acciones similares: Edipo matando a su padre en un cruce de caminos, el bastardo Smerdiakov acabando con la vida de Fiódor Karamázov, Lord Macbeth asesinado al rey Duncan mientras duerme. En Macbeth, Shakespeare nos revela que matar al padre –un rey lo era hasta que Luis XVI fue ejecutado como un vulgar criminal– altera el equilibrio del cosmos. El cielo se oscurece, los campos fértiles se convierten en yermos, la primavera se ausenta, la razón zozobra como un barco que se estrella contra los arrecifes. El caldero de las brujas que encienden la hybris de Lord Macbeth, presagiándole que será rey, desprende una niebla espesa que sepulta el reino de Escocia y que no retrocederá hasta que el bosque de Birnan comienza a reptar por los montes de Dunsinane. Lady Macbeth instiga a su marido a traicionar a Duncan, sin sospechar que el crimen abrirá las puertas de la locura. Lord Macbeth no podrá dormir ni descansar. Al matar a Duncan, ha matado al sueño, a la paz, a la serenidad. Su mujer descubrirá que sus propias manos se han teñido de sangre y que nada puede limpiarlas. Shakespeare es el poeta del caos, el cronista de la oscuridad y el mal, el testigo de la interminable caída del hombre en una culpa sin expectativas de redención. Hasta la aparición de Dostoievski, ningún escritor se aventurará en un territorio tan sombrío. Sus tragedias son auténticos descensos a los infiernos, con tramas salpicadas de asesinatos, traiciones, suicidios y arrebatos de locura. Shakespeare se interesa por la historia y la política. Dostoievski prefiere circunscribirse a las cuestiones morales y religiosas. Ambos estudian la psicología humana, pero con una importante diferencia: Dostoievski nunca priva a sus personajes del hilo de la esperanza, por tenue que sea. En cambio, Shakespeare deja al hombre a la intemperie. Los dioses no son benévolos, sino crueles y despectivos. Disfrutan con nuestro sufrimiento. Incluso lo provocan para aliviar su tedio. No les preocupa la justicia ni la equidad. Shakespeare no es un autor cristiano. Su perspectiva coincide con la de los trágicos griegos. No hay que esperar nada del cielo. Es absurdo presentar a los dioses como los padres de la humanidad. Shakespeare es despiadado con sus criaturas. Ni siquiera recurre al "Deus ex machina" para salvarlos de su amargo destino. Eurípides se compadece hasta de Medea, invocando a Helios para que le envíe su carro y poder huir de la ira de Creonte y Jasón. Podría castigarla, pues ha matado a sus hijos y se lo merece, pero elige la clemencia. Shakespeare obra de otra manera. No ahorra al rey Lear el horrible sufrimiento de perder a Cordelia, ahorcada en un calabozo cuando estaba a punto de recuperar el poder y resarcir la injusticia que había cometido con ella, acusándola de mala hija por aconsejarle que no se despojara de su reino y lo dividiera entre sus herederos. ¿Quién era realmente Shakespeare? ¿El humilde palafrenero con escasos conocimientos de latín que acabó siendo actor, autor y propietario de una compañía de teatro? ¿Fue tan deficiente la formación de Shakespeare y tan humildes sus orígenes? Hoy sabemos que Shakespeare fue hijo de un próspero comerciante de lana que ocupó un alto cargo del gobierno local. Gracias a eso, adquirió el derecho de estudiar en el Stratford Grammar School, un centro bastante riguroso que instruía a sus alumnos en gramática y literatura latinas. No hay ningún documento que acredite la asistencia de Shakespeare a esta escuela, pero su conocimiento de las obras de Esopo, Ovidio y Virgilio, algo que puede apreciarse en sus dramas, avala esta hipótesis. Los escépticos han apuntado que el verdadero autor del corpus shakesperiano fue un grupo de pensadores dirigidos por Francis Bacon, Walter Raleigh y Edmund Spenser. Otros han señalado como posibles autores a Christopher Marlowe, Edward de Vere, decimoséptimo conde de Oxford, o incluso a lady Mary Sidney, condesa de Pembroke. Todas estas teorías no parecen muy creíbles. Al margen de esta polémica, sabemos algo con seguridad sobre la pluma que alumbró Hamlet, Macbeth, El rey Lear o La tempestad. Dudaba de la existencia del Dios cristiano, pero había algo que le aterraba más: la posibilidad de que no existiera y el mundo solo fuera el cuento de un idiota, una historia sin significado llena de ruido y furia. Shakespeare fue un hombre atormentado. Sus comedias evidencian que no carecía de sentido del humor, pero su interpretación del universo se parece a la de Pascal: vivimos suspendidos sobre un abismo, amenazados por el frío, el silencio y la oscuridad. Pascal halló consuelo en la fe; Shakespeare, incapaz de creer en la misericordia de un Dios bueno, se limitó a deambular por un páramo umbrío y lluvioso, acompañando al rey Lear y su bufón, abrumado por la sospecha de ser la pesadilla de un aciago demiurgo. |
Literatura. El aumento del uso de la lengua vernácula (el inglés) como lengua literaria (antes lo eran el latín y el francés) fue incrementándose gradualmente a medida que se desarrolló la imprenta en Inglaterra, hasta generalizarse a mediados del siglo xvi. Para la época de la literatura isabelina se había desarrollado una vigorosa cultura literaria inglesa, tanto en poesía como en teatro, con autores como Edmund Spenser, cuya épica The Faerie Queene tuvo una fuerte influencia en la literatura inglesa posterior, aunque ensombrecida por la lírica de William Shakespeare, Thomas Wyatt y otros. Normalmente, sus obras circulaban manuscritas hasta que se llevaban a la imprenta. El principal legado del periodo fue el teatro inglés del Renacimiento. Las obras de este periodo se vieron afectados por la Reforma anglicana y la era de los descubrimientos, que se reflejaron en temas no religiosos las aventuras marítimas, como los naufragios reflejados en obras de Shakespeare. La escena teatral, tanto en las escenas públicas como en la corte y en representaciones privadas, estuvo entre las más dinámicas de Europa, con autores de la talla de Christopher Marlowe, William Shakespeare y Ben Jonson. La propia reina Isabel era un producto del Humanismo renacentista, educada por Roger Ascham, y en ciertos momentos de su vida escribió poesía ocasional como On Monsieur's Departure. Toda la realeza Tudor recibió una esmerada educación, y también la mayor parte de la nobleza. La literatura italiana se seguía con avidez, estando entre las fuentes de la obra de Shakespeare. A finales del siglo xv hubo un florecimiento de los estudios humanísticos, un nuevo tipo de escuela de gramática y nuevos libros de texto, que permitieron una rápida transición de la tradición medieval al Renacimiento (John Colet, William Lily, Thomas Linacre -De emendata structura Latini sermonis libri sex, 1524-). Entre los intelectuales y filósofos del siglo posterior destacaron Tomás Moro (primer tercio del siglo xvi) y Francis Bacon (a finales del siglo xvi y comienzos del xvii). Se avanzó hacia la ciencia moderna con el método baconiano, precursor del método científico. El Book of Common Prayer ("libro de oración común"), cuya primera versión se publicó en 1549, y posteriormente la Authorised Version o King James Version (la "versión autorizada" o "del rey Jaime" de la Biblia), publicada en 1611, tuvieron un perdurable impacto no sólo en cuestiones religiosas, sino en la propia lengua y el pensamiento ingleses. Nota: Renacimiento inglés o en Inglaterra son denominaciones historiográficas para las personas de toda la comunidad y las producciones artísticas y culturales del Renacimiento en Inglaterra, en el periodo que va de finales del siglo xv a comienzos del siglo xvii. Como en el resto del Renacimiento en norte de Europa, se produce como influencia del Renacimiento italiano y se desarrolla con un relativo retraso frente a este. Un rasgo diferencial del Renacimiento inglés frente al italiano es el predominio de la literatura y la música frente a las artes visuales; además de su posterior cronología (se desarrolla cuando en Italia ya se produce el Manierismo y la transición al Barroco). |
Teatro isabelino.
Georgiana, duquesa de Devonshire y Elizabeth Lamb, vizcondesa de Melbourne, las anfitrionas políticas y bellezas de la sociedad más famosas de su época, se muestran reunidas alrededor del caldero de brujas junto a su amiga, la escultora Anne Seymour Damer. Teatro isabelino (1578-1642) denomina el conjunto de obras dramáticas escritas e interpretadas durante el reinado de Isabel I de Inglaterra (reina desde 1558 hasta 1603), y en especial a la obra de William Shakespeare (1564-1616). En realidad los estudiosos extienden generalmente la era isabelina hasta incluir el reinado de Jacobo I (muerto en 1625), hablándose entonces de "teatro jacobino", e incluso más allá, incluyendo el de su sucesor, Carlos I, hasta la clausura de los teatros en el año 1642 a causa de la llegada de la Guerra civil ("teatro carolino"). El hecho de que se prolongue más allá del reinado de Isabel I hace que el drama escrito entre la Reforma anglicana y la clausura de los teatros en 1642 se denomine Teatro renacentista inglés. Shakespeare le dedica a Jacobo I algunas de sus obras principales, escritas para celebrar el ascenso al trono del soberano, como Otelo (1604), El rey Lear (1605), Macbeth (1606, homenaje a la dinastía Estuardo), y La tempestad (1611, que incluye entre otros una "mascarada", interludio musical en honor del rey que asistió a la primera representación.) El período isabelino no coincide cronológicamente en su totalidad con el Renacimiento europeo y menos aún con el italiano, mostrando un fuerte acento manierista y Barroco en sus elaboraciones más tardías. Factores histórico-sociales. La época isabelina significó el ingreso de Inglaterra en la Edad Moderna bajo el empuje de las innovaciones científico-tecnológicas como la revolución copernicana y de las grandes exploraciones geográficas (es cuando comienza la colonización inglesa de América del Norte). La tempestad se ambienta, no por casualidad, en una isla del Caribe cuya población (representada simbólicamente por el "salvaje" Calibán y su madre, la maga Sycorax) está sometida a las artes mágicas de Próspero, esto es, de la tecnología y del progreso de los colonizadores europeos. La separación de la órbita del Papado y del Sacro Imperio Romano, con la derrota de Felipe II de España y de su Armada invencible (1588), el mayor bienestar económico debido a la expansión del comercio a través de Atlántico, sellaron el triunfo de Isabel y el nacimiento de la Inglaterra moderna. En esta época de intercambios culturales creció el interés hacia las humanae litterae y por lo tanto, hacia Italia, donde los intelectuales huidos de Constantinopla (1453) habían llevado consigo antiguos manuscritos de los grandes clásicos griegos y latinos haciendo surgir un interés sin precedentes por la antigüedad greco-romana y los estudios del idioma hebreo. Nació entonces en Italia el Humanismo (una vocación sobre todo filosófica y arqueológica), destinado a madurar en el siglo XVI durante el Renacimiento, con la creación de un arte y una arquitectura moderna y una renovación tecnológica a gran escala (se piensa sobre todo en un Leonardo da Vinci). Si en Italia el Renacimiento se agotó hacia la mitad del siglo XVI, en el norte de Europa (donde llegó más tarde) perduró hasta las primeras décadas del siglo XVII. Interés por Italia Este deseo de renovación y de modernidad se difundió también en Londres. Ni siquiera los siniestros relatos de presuntos viajes al país por parte de Maquiavelo, como el The Unfortunate Traveller, or the Life of Jack Wilton de Thomas Nashe, pudieron disminuir el entusiasmo del público: la amoralidad de El Príncipe y las voces de las conjuras papales contribuyeron en su lugar a mantener vivo el interés por Italia. En la propia capital se hacía notar una comunidad de inmigrantes italianos (muchos de los cuales eran dramaturgos y actores): con ellos Shakespeare, Christopher Marlowe, el segundo dramaturgo más destacado, y sus contemporáneos tuvieron probablemente relaciones de amistad y de frecuente colaboración profesional. El éxito de Séneca. En la época de Shakespeare no había muchos que pudieran leer los dramas en latín y menos aún en griego, lengua que solo entonces se comenzaba a conocer. Las obras de Séneca, ya objeto de gran interés para los humanistas italianos se difundieron, si bien sobre todo a través de adaptaciones italianas que se apartaban no poco del espíritu del original. Los autores introdujeron en las representaciones escenas de violencia y crueldad en lugar de la verdadera historia narrada por sus testimonios. Pero fue la versión italianizada, donde el mal se representaba con toda su intensidad, lo que gustó a los dramaturgos isabelinos y encontró el interés del público. La tragicomedia y lo novelesco. Un drama muy ligado a los efectos escénicos y que se apodera de las emociones más violentas se asocia entonces a las pasiones del amor más morboso: el cuadro antiguo pintado con mano sutil es restaurado con trazos tan gruesos que casi ocultan el toque del artista. No es por casualidad que los mismos dramaturgos renacentistas trabajasen contemporáneamente con obras del tipo "mixto", como las "pastorales" o las "tragicomedias", fusión de comedia y tragedia, juntando lo trágico, lo cómico y lo novelesco. La mezcla de géneros propia del renacimiento inglés fue también experimentada por los isabelinos, cuyas tragedias y comedias mantuvieron sin embargo una mayor separación irónica y realista. La tempestad tiene mucho de tragicomedia, mas la ironía y la comicidad de los personajes, la profundidad de la exploración filosófica le confieren mayor aliento. Lo mismo puede decirse de muchas otras grandes comedias de Shakespeare e isabelinas, en las que lo cómico se mezcla fatalmente con lo trágico, como por otra parte ocurre en el cine moderno. El bufón de El rey Lear, y la locura del rey caído en desgracia por la traición de sus hijas a las que, por afecto, había regalado todo su patrimonio, proporcionaban el alivio cómico al público haciendo resaltar, como por el efecto del claroscuro, la tragedia personal de Lear y la nacional de Inglaterra rota por la guerra civil. Innovaciones respecto al teatro continental. La época isabelina no se limitó a adaptar los modelos: renovó felizmente el metro con el verso blanco (blank verse, pentámetro yámbico carente de rima), que imita bastante fielmente el verso latino senequista, liberando al diálogo dramático de la artificiosidad de la rima, mientras se conserva la regularidad de los cinco pies del verso. El verso blanco fue introducido por el Conde de Surrey cuando en el año 1540 publicó una traducción de la Eneida usando esta forma métrica, pero debe esperarse al Gorboduc de Sackville y Norton (1561) para que se usase en el drama para llegar a culminar en la epopeya bíblica de John Milton, el Paraíso perdido. La idea de usar un metro semejante se le ocurrió a Surrey por la versión de la Eneida de Molza, inventor del versi sciolti (verso libre). El teatro isabelino introduce asimismo toda una serie de técnicas teatrales de vanguardia que fueron utilizadas siglos más tarde por el cine y la televisión. El escenario inglés de finales del siglo XVI (sobre todo en Shakespeare) presenta un frecuente y rápido sucederse de escenas que hacen pasar rápidamente de un lugar a otro, saltando horas, días, meses con una agilidad casi pareja a la del cine moderno. El verso blanco juega una parte no menor confiriendo a la poesía la espontaneidad de la conversación y la naturalidad del recitado. La Poética de Aristóteles, que definió la unidad de tiempo y acción (la de espacio es un añadido de los humanistas) en el drama, consiguió imponerse mejor en el continente: solo algunos clasicistas de corte académico como Ben Jonson siguieron al pie de la letra los preceptos, pero estos personajes no tienen la vida de los de Shakespeare, permaneciendo (sobre todo en el caso de Jonson) a nivel de "tipos" o "máscaras". Fue sobre todo gracias a la renuncia a las reglas que el teatro isabelino pudo desarrollarse de aquellas formas nuevas en las cuales Shakespeare, Beaumont, Fletcher, Marlowe y muchos otros encontraron campo fértil para su genio. Modernidad y realismo de los personajes La relectura isabelina de los clásicos supuso un vendaval de innovaciones en historias ya milenarias, exaltando en verdad la cualidad universal de los grandes personajes históricos o legendarios. Con otro estilo y otra técnica, incluso los temas sociales se tratan de manera moderna, en toda su complejidad psicológica, infringiendo consolidados tabúes sociales (sexo, muerte, canibalismo, locura). Cabe pensar en el amor "prohibido" entre Romeo y Julieta, dos jóvenes de dieciséis y catorce años respectivamente, que deciden en pocos días casarse y huir de casa; en la representación del suicidio de los amantes. En El rey Lear el abandono del viejo rey por parte de las hijas es el tema dominante (y no hay cosa que resulte más actual que el drama del abandono de los ancianos y de la fragmentación del núcleo familiar). Cualidad esta que, lejos de "empeorar" los personajes, les hacen más semejantes a nosotros, demostrando que en esta época aún nos conmueven profundamente. El teatro dentro del teatro Que el teatro isabelino era un "teatro abierto" y no solo en el sentido literal del término parece demostrado también por el sentido de autoironía de los actores y de los dramaturgos isabelinos. El actor gusta de hablar al público "entre líneas", para darle la vuelta al personaje mismo que está recitando, anticipando el distanciamiento irónico del teatro de Bertolt Brecht. Para esta clase de actores el dramaturgo isabelino inventa el teatro dentro del teatro. Se ha visto en la mascarada de La tempestad, pero el ejemplo más emblemático es el de Hamlet, en la que el joven heredero al trono de Dinamarca contrata a un grupo de actores itinerantes para representar frente a los ojos de Claudio, del que sospecha que ha asesinado a su padre, un drama que reconstruye el presunto asesinato. Al final Claudio se alza, disgustado y aterrorizado, dejando la corte. Por esto el joven Hamlet se convencerá de la culpabilidad (hasta entonces no probada) de su padrastro, tramando su asesinato. Se pueden encontrar otros ejemplos de esto entre los isabelinos, con éxito semejante al del "cine dentro del cine", pero también con el "teatro dentro del cine". Un teatro que se hace cine Que el teatro isabelino en general y Shakespeare en particular se anticiparon a su tiempo parece demostrado, afirmó Anthony Burgess, por el éxito de las trasposiciones cinematográficas y de las dramatizaciones televisivas, casi como si aquellos dramas hubieran sido escritos para nosotros. Es destacado el éxito de la película Romeo y Julieta de Zeffirelli. Paradójicamente, tal adaptabilidad al cine parece deberse a que el origen del teatro isabelino se encuentra en géneros dramáticos medievales, como los misterios, los milagros y las moralidades, representaciones de carácter popular que se desarrollaban primero en las iglesias y más tarde en las grandes plazas o en las ferias. La falta de escenario y vestuario dejaba el éxito de la representación en manos de los actores. La necesidad de improvisación (a menudo ayudada por un poco de humor) junto a la falta de arquitecturas teatrales sofisticadas más que preocupar a los actores, los liberaban de las excesivas constricciones de la puesta en escena mientras que la falta de efectos especiales fue suplida por la invención poética recreando con sus ricas descripciones, un poco como ocurre a la radio respecto a la televisión, donde aquello que le "faltaba", enriquecía el lenguaje dramático más allá de toda medida. Espacio teatral. El teatro isabelino era popular, pero tenía mala reputación. Las autoridades de Londres lo prohibieron en la ciudad, por lo que los teatros se encontraban al otro lado del río Támesis, en la zona de Southwark o Blackfriars, fuera de la competencia de las autoridades de la ciudad. El establecimiento de teatros públicos grandes y provechosos económicamente fue un factor esencial para el éxito del teatro inglés renacentista. El momento decisivo fue la edificación de The Theatre por James Burbage, en Shoreditch en 1576. The Theatre fue seguido rápidamente por el cercano Curtain Theatre (1577). Una vez que los teatros públicos de Londres —incluyendo The Rose (1587), The Swan (1595), The Globe Theatre (1599), the Fortune Theatre (1600), y el Red Bull (1604)—estuvieron en funcionamiento, el teatro pasó a ser una distracción permanente, en lugar de algo eventual. Estos teatros conservaron mucho de la antigua simplicidad medieval. Ciertas excavaciones arqueológicas de finales del siglo XX han mostrado que aunque los teatros poseían diferencias individuales, su función común hacía que todos siguieran un sencillo esquema general. Inspirado en su origen en los circos de la época para la lucha entre osos o perros o en las posadas, baratos establecimientos de provincias, el edificio teatral consistía en una construcción muy simple de madera o de piedra, a menudo circular y dotada de un amplio patio interno, cerrado todo alrededor pero sin techo. Tal patio se convirtió en la platea del teatro, mientras que las galerías derivaron de las balconadas internas de las posadas. Cuando la posada o el circo se convirtieron en teatro, poco o nada se cambió de la antigua construcción: las representaciones se llevaban a cabo en el patio, a la luz del sol. El actor isabelino recitaba en el medio, no delante de la gente: de hecho, el escenario se "adentraba" en una platea que lo circundaba por tres lados (solo la parte posterior se reservaba a los actores quedando a resguardo del edificio). Como en la Edad Media, el público no era simple espectador, sino que participaba en el drama. La ausencia de los "efectos especiales" refinaba la capacidad gestual, mímica y verbal de los actores, que sabían crear con maestría lugares y mundos invisibles (la magia de Próspero en La tempestad alude metafóricamente a esta magia "evocativa"). Entre la 2.ª y la 3.ª planta del escenario se solían situar los músicos. El aforo era entre 1.500 y 2.000 espectadores. No existían interrupciones entre acto y acto ya que era escasa la escenografía. El mobiliario y los objetos daban la ubicación de la acción (un trono era la corte, una mesa de taberna, una taberna, etc.). Otros teatros posteriores, como el Blackfriars Theatre (1599), el Whitefriars (1608) y el Cockpit (1617) eran cerrados y con techo. Con la creación del Salisbury Court Theatre en 1629 el público de Londres tenía seis teatros entre los que elegir: tres que sobrevivían de la época de los grandes teatros "públicos" al aire libre, el Globe, el Fortune, y el Red Bull, y tres teatros "privados", más pequeños y cerrados. De esta forma, la capacidad teatral de la capital era de más de 10,000 personas después de 1610. Un teatro sin clases Mientras el drama renacentista italiano se desarrollaba como una forma de arte elitista, el teatro isabelino resultaba un gran contenedor que fascinaba a todas las clases, haciendo así de "nivelador" social. A las representaciones acudían príncipes y campesinos, hombres, mujeres y niños, porque la entrada estaba al alcance de todos, si bien con precios distintos: El que se queda de pie abajo paga sólo un penique, pero si quiere sentarse, le meten por otra puerta, donde paga otro penique; si desea sentarse sobre un cojín en el mejor sitio, desde donde no sólo se ve todo, sino que también pueden verle, tiene que pagar en una tercera puerta otro penique. Descripción que hace Thomas Platter de Basle en 1599, tras visitar The Curtain. Acudir al teatro era una costumbre muy arraigada en la época. Por esto todos los dramas debían satisfacer gustos diversos: los del soldado que deseaba ver guerra y duelos, la mujer que buscaba amor y sentimiento, la del abogado que se interesaba por la filosofía moral y el derecho, y así con todos. Incluso el lenguaje teatral refleja esta exigencia, enriqueciéndose con registros muy variados y adquiriendo gran flexibilidad de expresión. Las compañías y los actores Para construir un personaje veraz, humanamente cercano a la gente, no se consideraba necesario utilizar grandes vestuarios ni ser arqueológicamente fieles a los hechos históricos. Las compañías funcionaban sobre un sistema de repertorio. Raramente interpretaban la misma obra dos días seguidos. Emplear a actrices estaba prohibido por la ley, y así se mantuvo durante el siglo XVII, incluso bajo la dictadura puritana. Los personajes femeninos eran entonces representados por muchachos. Pero esto no disminuyó el éxito de las representaciones, como prueba el testimonio de la época y las continuas protestas contra las compañías teatrales por parte de los administradores puritanos de la City. Era un teatro que funcionaba por compañías privadas y formadas por actores, que pagaban a los autores para interpretar su obra y a otros actores secundarios. Algunos alquilaban el teatro y otros eran propietarios del mismo. Cada compañía tenía un aristócrata, que era una especie de apoderado moral. Solo la protección acordada por el grupo de actores con príncipes y reyes -si el actor vestía su librea no podía ser de hecho arrestado - pudo salvar a Shakespeare y a muchos de sus compañeros de las condenas de impiedad lanzadas por la municipalidad puritana. Una ley de 1572 eliminó las compañías que carecían de un patrocinio formal al considerar a sus miembros "vagabundos". El nombre de muchas compañías teatrales derivan de esta forma de patrocinio: The Admiral's Men y The King's Men eran "los hombres del almirante" y "los hombres del soberano". Una compañía que no hubiese tenido un poderoso mecenas a sus espaldas podía encontrarse en una serie de dificultades y ver sus espectáculos cancelados de un día para otro. A estos problemas se añade que, para los actores, el salario era muy bajo. El Consejo Real tenía que dar el visto bueno a todas y cada una de las obras ya que existía la censura respecto a temas morales como el sexo, la maldad, las manifestaciones contra Dios, la Iglesia, etc. Lista de actores Edward Alleyn Robert Armin Christopher Beeston James Burbage Richard Burbage Henry Condell Nathan Field John Heminges Thomas Heywood Will Kempe William Rowley William Shakespeare Otras personalidades George Buc, Maestro de ceremonias 1609 - 1622 Cuthbert Burbage, empresario James Burbage, empresario Philip Henslowe, empresario Francis Langley, empresario Edmund Tilney, maestro de ceremonias 1579 - 1609 Lista de compañías The Admiral's Men The King's Men Lord Chamberlain's Men Queen Anne's Men Worcester's Men Dramaturgos. La creciente población de Londres, la mayor riqueza de sus ciudadanos y su pasión por el espectáculo produjeron una literatura dramática de notable variedad, calidad y extensión. A pesar de que la mayor parte de los textos escritos para la escena isabelina se perdieron, se conservan unos 600, testimonio de una época culturalmente viva. Los autores de estos dramas eran ante todo autodidactas de modestos orígenes, a pesar de que algunos debieron haber recibido instrucción en Oxford o Cambridge. A pesar de que William Shakespeare fuese, hasta donde se sabe, un actor, la mayor parte de ellos no lo fueron y no se conoce el nombre de ningún autor posterior a 1600 que haya pisado la escena como actor para redondear sus ingresos. No todos los dramaturgos se corresponden con las imágenes modernas de poetas o intelectuales. Christopher Marlowe fue asesinado en el curso de una riña en una taberna, Shakespeare acompañaba a personajes de los bajos fondos de Londres y redondeaba sus ingresos prestando dinero, mientras que Ben Jonson mató a un actor en un duelo. Muchos otros fueron posiblemente soldados. Quizá en ninguna otra época el drama es más real y toca la sensibilidad de todos: conspiraciones, asesinatos políticos, condenas a muerte y violencia estaban a la orden del día, también porque el Renacimiento es una época de cambios traumáticos: en Italia, y sobre todo en Florencia, los complots políticos de palacio y las guerras interinas ensangrentaron la ciudad: la grandeza de la época contempla así su propia crisis, que es también la crisis y la superación definitiva de la Edad Media. La de los escritores teatrales era una profesión remunerada, pero mientras fuesen capaces de producir dos piezas teatrales al año.7 Dado que los dramaturgos ganaban poco por la venta de sus obras, para vivir debían escribir muchísimo. La mayor parte de los dramaturgos profesionales ganaban una media de 25 esterlinas al año, una cifra destacada para la época. Eran pagados, en general, a plazos, según avanzaba la escritura de la obra y si al fin el texto era aceptado podían además recibir los beneficios de un día de representación. No gozaban aún de ningún derecho sobre lo que habían escrito. Cuando el texto se vendía a una compañía, ésta lo poseía y el autor no tenía ningún control sobre la elección de los actores o sobre la representación, ni sobre las sucesivas revisiones y publicaciones. Lista de autores destacados
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Teatro isabelino, espejo de la naturaleza humana escrito por Valentina Coccia. Ya Aristóteles, desde que desentramaba los versos de su Poética, se había dado cuenta de que a todos nos gusta ser representados. La mímesis, que el filósofo había descubierto en las representaciones de la tragedia, llegaba a su máxima expresión cuando alcanzaba la katharsis, que de un modo o de otro podría definirse como el punto de la obra en la que el espectador se siente identificado con lo que está ocurriendo en escena. Llegado este momento, el público, usualmente, experimentaba un clímax moral, espiritual e intelectual que pocas veces podía sentir en su realidad cotidiana, en el ordinario paso de los días que transcurrían en la ceguera más aguda, y en el letargo más profundo y somnoliento. Después de la espléndida época dorada del teatro griego y romano, occidente cerró de nuevo los telones de sus sentidos, sumiéndose en un sueño profundo y tranquilo, evitando cualquier cuestionamiento que tuviera su origen en la representación de la humanidad. La experiencia del teatro solo volvió a florecer entre los siglos IV y IX cuando la iglesia atacó con furiosa embestida en la mente de sus feligreses. El escenario volvió a levantarse en templos, carromatos, plazas, salones señoriales, aulas escolares y tabernas, preparado para funcionar como el espejo más cruel, pero a la vez el más sensato, de la naturaleza humana. Ya para los siglos XV y XVI, la corriente humanista erigió templos dedicados a la representación, que ya desde la antigua Grecia se relacionaba con lo sagrado. Dichos templos, denominados teatros o anfiteatros, dieron paso a la merecida importancia de la mímesis en la psiquis del público, que recibía del teatro no solo una distracción o una diversión, sino que también acogía de sus tablas la posibilidad de verse reflejado. El teatro adquirió distintas formas en esta época de floreciente actividad. En España surgió el corral de comedias, y en Inglaterra los empalizados de The Swan, The Globe, The Theatre o The Rose, llegaron para sumergir al público en una grata experiencia imaginativa. Estos nuevos anfiteatros, erigidos aquí y allá en la ciudad de Londres, adoptaron la seriedad de la corriente humanista, pero también se alimentaron de las farsas populares de la Edad Media. Los teatros isabelinos, de hecho, configuraron una relación actor -público muy particular. La representación no tenía las virtudes del teatro italiano del siglo XIX, en el que se buscó una separación entre los espectadores y el espectáculo a través de una cuarta pared, o en el que se trató de generar una realidad ilusoria. En el teatro isabelino el público no buscaba enajenarse, pues sabía que estaba en el teatro y que todo lo que iba a ver representado en escena era justamente eso: una representación. De esta forma, el teatro demandaba una participación activa del público, que asediaba el escenario por todos sus frentes y que colaboraba en este ejercicio con los actores para que el teatro se convirtiera en ese templo en el que todo podía ser representado. En el teatro isabelino el público asumía el papel de cómplice, y su principal aliado en esta tarea era el uso de la imaginación. En el libreto de las obras está la mayor evidencia de los recursos imaginativos y de la teatralidad, que en resumidas cuentas, ponía en evidencia el juego y el artificio propios del teatro de este período. En esto también, el teatro isabelino era muy distinto al teatro italiano del siglo XIX, en el que la utilería, el juego de perspectiva de la caja negra y el uso de numerosos decorados y efectos especiales buscaba enajenar al público del teatro y hacerle creer que estaba viviendo una experiencia distinta a la de su propia realidad. Uno de los recursos más evidentes del uso de la imaginación del espectador está en la maleabilidad del tiempo y el espacio dramáticos, que en el teatro isabelino no le debían nada al tiempo real. En el escenario neutro el tiempo se frena, se mueve y se corre según la conveniencia. Como bien lo decía Shakespeare en el coro de Enrique IV, el género teatral de esta época daba la posibilidad de “cabalgar sobre las épocas y amontonar en una hora los acontecimientos de numerosos años”. Un ejemplo muy conciso de este tipo de temporalidad lo encontramos en el acto V de Fausto, cuando al protagonista se le cumple su último plazo. Cuando el reloj llega fatalmente a las 11 de la noche, el personaje exclama: “Oh Fausto, una breve hora de vida es todo tu tesoro”. Si cabalgamos juntos, unos versos después serán las 11 y 30, y todavía unas líneas más tarde, cuando la media noche llega con sus gélidas campanadas, Fausto vuelve a proferir: “¡Ya suena, ya suena! ¡Cuerpo, conviértete en aire”. En medio de truenos y relámpagos, los demonios asedian la escena, llevándose al protagonista entre sus brazos. En el tiempo real del espectador no han pasado más de 10 minutos, pero en el tiempo dramático ha transcurrido ya una hora entera. Ese tiempo apremiante que determina el destino de los protagonistas es maleable de acuerdo a la disposición del público, que bramando junto al actor, juega a que realmente ha transcurrido la última hora de vida de aquel que puso su alma en venta. El recurso del espacio también puede abarcar todo tiempo de lugares. En el espacio neutro del escenario isabelino podíamos viajar de Verona a Dinamarca, de Malta a Grecia, de los mares más embravecidos a las montañas más frías y rocosas, del cielo al infierno, de los grandes salones de un palacio a los más oscuros pantanos. Esta maravillosa movilidad geográfica solo era posible mediante la complicidad actor –público, que a través del diálogo establecían un pacto con la imaginación. De hecho, el actor, en el diálogo describía algunos atisbos del espacio, dando lugar a un decorado verbal más valioso que cualquier utilería. Un ejemplo de esto podemos encontrarlo en Macbeth, cuando Duncan va entrando al palacio y dice: “Este castillo tiene un emplazamiento delicioso. El aire, suave y apaciblemente, se recomienda por sí solo a nuestros finos sentidos”. Con estas palabras el actor ya despierta fácilmente la imaginación del público sobre el escabroso castillo, que unos versos antes ya había sido presentado con inquietud por Lady Macbeth: “Hasta el cuervo enronquece anunciando con sus graznidos la entrada fatal de Duncan bajo mis almenas”. Es así como en un escenario neutro, dotado solo de la utilería más básica y artificiosa, los diálogos proferidos establecían la alianza entre el actor y los espectadores, que bien dispuestos a través del ejercicio de la imaginación, alcanzaban a comprender la maleabilidad del tiempo y la versatilidad del espacio. Acción múltiple y personajes Aleph Así como la imaginación del lector podía “cabalgar sobre las épocas” y visitar todos los rincones del globo, también abría la posibilidad de que en el escenario pasara cualquier cosa. Batallas, escenas de venganza, escabrosas muertes, apariciones, fantasmas y seres fantásticos invadían las tablas del teatro , dándole lugar a la representación de las escenas más violentas y dándole visibilidad a lo invisible. Si bien el género dramático tiene criterios de selección sobre lo que puede o no ser representado en escena, esos lineamientos se volvieron mucho más flexibles a través del criterio de la sinécdoque teatral. Con unos pocos actores y alguna utilería básica se podía representar una batalla enorme como la de Agincourt en Enrique IV o como la de Bosworth en Ricardo III: con la exhibición de solo una parte de lo que fue la acción, el público podía imaginar el resto. En cuanto a las sombras y apariciones, el teatro apelaba a los recursos más populares: entre humaredas, estruendos y tramoyas, fantasmas y seres de ultratumba visitaban el escenario desde el más allá, para venir a atormentar a sus asesinos o para interrumpir el tranquilo existir del mundo de los vivos. Estos personajes venían a poner a prueba la naturaleza humana, y a librar el lado oscuro de las almas de los personajes. Finalmente, es pertinente hacer una alusión a los personajes mismos, que en las obras del teatro isabelino alcanzaron una gran complejidad. Por un lado, Macbeth, Lear, Otelo, o Hamlet que es quizás el más famoso en este sentido, se mostraban como amigos leales, fieles compañeros, inteligentes monarcas o amigos serviciales, pero también a lo largo de la pieza mostraban contradictorias facetas que surgían del enfrentamiento con sus propias consciencias o con los hechos que los rodeaban. En este sentido, el teatro isabelino logró exhibir en escena gran parte de las características del alma humana, tan endeble y contradictoria a la vez. Siendo los personajes isabelinos todo un Aleph de la naturaleza humana, eran increíblemente teatrales, estableciendo complicidades y pactos con el público a través de sus diálogos. Monólogos y apartes plagaban las escenas estableciendo una alianza con los espectadores, y a la vez, mostrando cómo los personajes, en sus infinitas contradicciones, jugaban a ser otros la mayoría del tiempo. El ejemplo más claro de dicha ductilidad es Yago, que ya desde la primera escena de Otelo declara “no soy lo que parezco”, pero además, cuando aconseja a Cassio para que perjudique a Desdémona, también dice:
El uso de estos numerosos recursos hizo posible que el teatro isabelino, como género, aportara de dos formas imprescindibles al mundo de la representación y a la vez, a la comprensión de la humanidad. En primer lugar, estableció una alianza con el público, para que en su imaginación hiciera del escenario un albergue de posibilidades infinitas de acción, tiempo, espacio y personajes. En segundo lugar, esta ductilidad y maleabilidad que eran posibles gracias a la participación de los espectadores, lograron abrir las puertas de la mímesis y traspasar los límites de aquello que podía ser representado. De esta forma, el teatro dejó de ser una mera diversión, y pasó a ser la herramienta más útil y el espejo más transparente y fidedigno sobre el que alguna vez nadó silencioso nuestro instintivo reflejo. |
Don Quijote de la Mancha es una ventana que permite adentrarse en cómo se representa el mundo y cómo las personas se relacionan con él.
«Y hemos concordado en que una locura cualquiera deja de serlo en cuanto se hace colectiva, en cuanto es locura de todo un pueblo, de todo el género humano acaso. En cuanto una alucinación se hace colectiva, se hace popular, se hace social, deja de ser alucinación para convertirse en una realidad».
«Don Quijote no percata de que es él quien es objeto de un encantamiento que le impele a sacralizar todo lo ordinario: a transmutar todo dato de la experiencia en algo enigmático y majestuoso»
«La duda es un estado incómodo, pero la certeza es un estado ridículo».
«Yo sé quién soy. ¡Yo sé quién soy!»
«Yo fui loco, y soy cuerdo: fui don Quijote de la Mancha, y soy ahora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuesas mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía…».
«¿Será acaso sueño, Dios mío, este tu Universo de que eres la Conciencia eterna e infinita? ¿Será un sueño tuyo?, ¿será que nos estás soñando? ¿Seremos sueño, sueño tuyo, nosotros los soñadores de la vida? Y si así fuese, ¿qué será del Universo todo, qué será de nosotros, qué será de mí cuando Tú, Dios de mi vida, despiertes? ¡Suéñanos, señor!»
Scherezada Jacqueline Alvear Godoy |
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