1.-Bellezas

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Uniformes escolares.

viernes, 4 de diciembre de 2020

xxiii.-Los Hermanos Ras y Pérez Reverte (4)

LOS HERMANOS RASO Y PÉREZ REVERTE


!!LOS HERMANOS CENIZA¡¡



Los personajes del Club Dumas; la novela de Arturo Pérez Reverte; los entrañables encuadernadores y borrachines, Pedro y Pablo Ceniza.
Volví a releer el capítulo en el que Pérez Reverte hace hablar a los dos hermanos y el artículo de "El Semanal" en el que el autor escribe sobre los hermanos Raso -los verdaderos Hermanos Ceniza-, a los que Reverte conoce en el Madrid de su juventud y homenajea en El Club Dumas.
Hasta aquí todo muy bonito ¡ pero algo no cuadraba !
Los libros contienen registros meteorológicos de 1920 y las encuadernaciones tienen que ser de esa época.
Reverte conoció a los dos hermanos en la calle Moratín en 1972; dice que eran ya cincuentones, y aunque la razón me dice que no es posible, necesito imaginarlos en el Madrid de los años 20 en la calle Flora o Arenal trabajando en estas encuadernaciones
!No es justo¡ No puede tratarse solo de una coincidencia. ¡ Me niego a creerlo ! Tienen que ser ellos, tienen que estar en esta historia y yo los voy a ubicar en el apartado de los sueños.
¿Serán sus padres?

FABIOLA DEL PILAR GONZÁLEZ HUENCHUÑIR



         
          El cartel de madera colgaba de una ventana con cristales opacos de polvo. Era un rótulo cuarteado, lleno de grietas, descolorido por el tiempo y la humedad. El taller de los hermanos Ceniza estaba en el entresuelo de un edificio antiguo de cuatro pisos, apuntalado en su parte posterior, en una calle umbría del Madrid viejo.
          Lucas Corso llamó dos veces al timbre sin obtener respuesta. Así que miró el reloj y, recostado en la pared, se dispuso a esperar. Conocía bien las costumbres de Pedro y Pablo Ceniza; en ese momento se hallaban a un par de calles de distancia, junto al mostrador de mármol del bar La Taurina, trasegando medio litro de vino a modo de desayuno mientras discutían sobre libros y toros. Solteros, borrachines, gruñones e inseparables.
         
FABIOLA DEL PILAR GONZÁLEZ HUENCHUÑIR




          Los vio llegar diez minutos después, uno junto al otro, con los guardapolvos grises que flotaban igual que sudarios sobre sus flacas osamentas; encorvados por toda una vida sobre la prensa o los hierros de estampar, cosiendo pliegos y dorando tafiletes. Ninguno de los dos había cumplido los cincuenta, pero era fácil atribuirles diez años más al reparar en sus mejillas hundidas, las manos y ojos gastados por el minucioso trabajo artesano, la piel descolorida como si el pergamino con que trabajaban les hubiese transmitido una cualidad pálida y fría. El parecido físico de los hermanos resultaba extraordinario: la misma nariz grande, idénticas orejas pegadas a los cráneos de pelo ralo peinado hacia atrás, sin raya. Las únicas diferencias notables residían en la estatura y la locuacidad: Pablo, el menor, era más alto y silencioso que Pedro. Este tosía a menudo con estertor ronco, de fumador empedernido, y las manos con que encendía un cigarrillo tras otro temblaban continuamente.
         
FABIOLA DEL PILAR GONZÁLEZ HUENCHUÑIR




          -Cuánto tiempo, señor Corso. Nos alegra su visita.
          Lo precedieron por la escalera con peldaños de madera gastados por el uso. La puerta chirrió al abrirse, y el interruptor de la luz alumbró el abigarrado taller que presidía una antigua prensa de libros junto a una mesa de zinc llena de herramientas, cuadernillos a medio coser o ya enlomados, guillotinas de papel, pieles teñidas, frascos de cola, hierros ornamentales y otros utensilios del oficio. Había libros por todas partes: grandes pilas de encuadernaciones en tafilete, chagrin o vitela, paquetes listos para su envío o a medio proceso, sin cubiertas o con sus tapas aún en rústica. Sobre bancos y estantes, volúmenes antiguos deteriorados por la polilla o la humedad esperaban ser restaurados. Olía a papel, a cola de encuadernar, a piel nueva; Corso dilató las aletas de la nariz, complacido. Después extrajo el libro dé la bolsa y lo puso en la mesa.
          -Quiero saber qué opinan de esto.
          No era la primera vez. Pedro y Pablo Ceniza se acercaron despacio, casi con cautela. Como de costumbre, fue el hermano mayor quien tomó primero la palabra:
          -Las Nueve Puertas... -tocaba el libro sin moverlo del sitio; sus dedos huesudos, amarillos de nicotina, parecían acariciar una piel viva-. Hermoso libro. Y muy raro.
          Tenía los ojos grises, de ratón. Guardapolvo gris, pelo gris, ojos grises igual que su apellido. Torcía la boca en una mueca de codicia.
          -¿Lo habían visto antes?
          -Sí. Hace menos de un año, cuando Claymore nos encargó limpiar veinte libros de la biblioteca de don Gualterio Terral.
          -¿En qué estado llegó a sus manos? 
          -Excelente. El señor Terral sabía cuidar los libros. Casi todos vinieron bien, salvo un Teixeira que nos dio algún trabajo. El resto, incluido éste, sólo hubo que limpiarlos un poco.
          -Es falso -dijo Corso a bocajarro-. O eso cuentan.
          Se miraron los dos hermanos.
          -Falso, falso... -murmuró el mayor, malhumorado-. Todo el mundo habla de libros falsos con demasiada ligereza.
         
FABIOLA DEL PILAR GONZÁLEZ HUENCHUÑIR




          -Demasiada ligereza -repitió el otro, como un eco.
          -Incluso usted, señor Corso. Y eso nos sorprende. Falsificar un libro no es rentable: más esfuerzo que beneficio. Me refiero a la verdadera falsificación, no al facsímil para engañar a patanes incautos.
          Corso hizo un gesto reclamando indulgencia. 
          -No he dicho que todo el libro sea falso, sino que algo en él lo es. Ciertos ejemplares, faltos de una hoja o de varias, pueden completarse con copias sacadas de otros que sí estén completos...
          -Naturalmente: es el Abc del oficio. Pero no da lo mismo añadir una fotocopia, o facsimilar, que completar un libro falto según... -se volvió a medias hacia su hermano, sin apartar los ojos de Corso-. Díselo tú, Pablo.
          -... Según todas las reglas del arte -apostilló el menor de los Ceniza.
          Esbozó Corso una mueca cómplice: un conejo compartiendo media zanahoria.
          -Podría ser el caso de este ejemplar. 
          -¿Y quién lo dice?
          -Su propietario. Que no es, por cierto, un patán incauto. 
          Pedro Ceniza encogió los estrechos hombros mientras encendía un cigarrillo con la brasa del anterior. Al aspirar la primera bocanada lo sacudió una tos seca; pero siguió fumando, imperturbable.
          -¿Ha tenido usted acceso a un ejemplar auténtico, para compararlos?
          -No, aunque pronto podré hacerlo. Por eso pido antes su opinión.
          -Es un libro valioso, y nosotros no practicamos una ciencia exacta -se volvió otra vez al hermano-. ¿Verdad, Pablo?
          -Practicamos un arte -insistió el otro. 
          -Ya oye. Sería muy incómodo decepcionarlo, señor Corso.
          -No lo harán. Alguien como ustedes, capaces de falsificar un Speculum Vitae a partir del único ejemplar conocido, y hacerlo aparecer como auténtico en uno de los mejores catálogos de Europa, sabe lo que tiene entre manos.
          Sonreían agriamente al mismo tiempo, sincronizados. Si y Am, pensó Corso. Los gatos marrulleros tras recibir una caricia.
          -Nunca se probó nuestra autoría -dijo por fin Pedro Ceniza. Se frotaba las manos, mirando el libro de reojo.
          -Nunca -repitió el hermano con un toque melancólico. Parecía que lamentaran no haber ido a la cárcel a cambio del reconocimiento público.
          -Es cierto -admitió Corso-. Tampoco hubo pruebas en el caso del Chaucer, supuestamente encuadernado en mosaico por Marius Michel, que figura en el catálogo de la colección Manoukian. Ni con aquella Biblia Políglota del barón Bielke, cuyas tres hojas faltas fueron repuestas por ustedes de forma tan perfecta que ni siquiera hoy los expertos se atreven a discutir su autenticidad...
         
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          Pedro Ceniza alzó una mano amarillenta, de uñas demasiado largas.
          -Deberíamos matizar un par de puntos, señor Corso. Una cosa es falsificar libros con ánimo de lucro, y otra muy distinta trabajar por amor al oficio; crear por la satisfacción que proporciona ese mismo acto de creación o, en la mayoría de los casos, de recreación... -el encuadernador parpadeó un poco antes de sonreír, malicioso. Sus ojillos ratoniles brillaron al posarse de nuevo en Las Nueve Puertas-. Aunque no recuerdo, y estoy seguro de que mi hermano tampoco, haber tenido parte en esos trabajos que usted acaba de calificar de admirables.
          -Dije perfectos.
          -¿Eso dijo?... Da lo mismo -se llevó el pitillo a la boca, hundiendo las mejillas en una larga chupada-. Pero, sea quien sea el autor, o autores, tenga la certeza de que el acto habrá supuesto para él, o ellos, un divertimento personal; una satisfacción moral que no se paga con dinero...
          -Sine pecunia- apostilló el hermano. 
          Pedro Ceniza dejaba escapar el humo del cigarrillo por la nariz y la boca entreabierta, evocador. 
          -Tomemos por ejemplo ese Speculum que La Sorbona adquirió como auténtico. Sólo el papel, tipografía, impresión y encuadernación tuvieron que costar, sin duda, cinco veces más que el beneficio obtenido por quienes usted llama falsificadores. Hay quien no comprende eso... ¿Qué satisfará más a un pintor que tenga el talento de Velázquez y sea capaz de emular su obra?... ¿Ganar dinero o ver su cuadro en el Prado, entre Las Meninas y La fragua de Vulcano?
          Corso no tuvo reparo en mostrarse de acuerdo. Durante ocho años, el Speculum de los hermanos Ceniza había figurado entre los más preciosos volúmenes de la universidad de París. El descubrimiento de la falsificación no se debió a expertos, sino al azar. Un intermediario largo de lengua.
          -¿Aún les molesta la policía?
          -Apenas. Tenga en cuenta que el asunto de la Sorbona estalló en Francia entre comprador e intermediarios. Es cierto que circulaba nuestro nombre, pero nunca se probó nada -Pedro Ceniza sonreía torcidamente otra vez, lamentando esa ausencia de pruebas-. Con la policía mantenemos buenas relaciones; hasta acuden a consultarnos cuando necesitan identificar libros robados -señaló a su hermano con el cigarrillo humeante-. Nadie como Pablo a la hora de borrar huellas de sellos de bibliotecas, eliminar ex-libris o marcas de procedencia. A veces le piden que reconstruya el trabajo en sentido inverso. Ya sabe: vive y deja vivir.
          -¿Qué opinan de Las Nueve Puertas?
          El mayor de los hermanos miró al otro, luego el libro, y movió la cabeza.
          -Nada nos llamó la atención al ocuparnos de él. Papel y tinta son lo que deben ser. Aunque el vistazo sea superficial, esas cosas se notan.
          -Nosotros las notamos -precisó el otro. 
          -¿Y ahora?
          Pedro Ceniza chupó lo que quedaba de su cigarrillo, reducido a una brasa minúscula que sostenía entre las uñas, dejándolo caer después al suelo, entre sus zapatos, donde acabó de consumirse. E1 linóleo estaba lleno de quemaduras como aquélla. 
          -Encuadernación veneciana del XVII, en buen estado... -los hermanos se inclinaban sobre el libro, aunque sólo el mayor tocaba las páginas con sus manos frías y pálidas; parecían un par de taxidermistas estudiando el modo de empajar un cadáver-. La piel es marroquí negro, con florones dorados imitando decoración vegetal...
         
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          -Algo sobrio para Venecia -estimó Pablo Ceniza.
          El hermano mayor mostró su acuerdo con un nuevo ataque de tos.
          -El artista se contuvo; sin duda la naturaleza del tema... -miró a Corso. -¿Ha comprobado el alma de las tapas? Las encuadernaciones del XVI o del XVII dan sorpresas cuando se trata de piel o cuero. El cartón interior se hacía con hojas sueltas, montadas con engrudo y prensadas. A veces usaban pruebas del mismo libro, o impresos más antiguos... Algunos hallazgos son hoy más valiosos que los ejemplares que encuadernan -señaló unos papeles sobre la mesa-. Ahí tiene un ejemplo. Cuéntaselo tú, Pablo.
          -Bulas de la Santa Cruzada, de 1483 -el hermano sonreía, equívoco, como si en vez de papeles muertos hablase de excitante material pornográfico-... En las tapas de unos memoriales sin valor del siglo XVI.
          Pedro Ceniza seguía atento a Las Nueve Puertas:
          -La encuadernación parece en orden -dijo-. Todo encaja. Curioso libro, ¿verdad? Con sus cinco nervios en el lomo, sin título, y el misterioso pentáculo en la tapa... Torchia, Venecia 1666. Tal vez lo encuadernase él mismo. Un bello trabajo. 
          -¿Qué me dice del papel? 
          -Ahí lo reconozco a usted, señor Corso; buena pregunta -el encuadernador se pasó la lengua por los labios; parecía que intentase transmitirles un poco de calor. Luego hizo sonar las hojas dejándolas correr con el pulgar sobre el corte del libro, el oído atento, igual que había hecho Corso en casa de Varo Borja-. Excelente papel. Nada que ver con las celulosas de hoy en día... ¿Sabe la cifra media de vida para un libro de los que se imprimen ahora?... Díselo, Pablo.
         
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          -Setenta años -informó el otro con rencor como si el culpable fuera Corso-. Setenta miserables años.
          El hermano mayor rebuscaba entre los utensilios de la mesa. A1 fin empuñó una lente especial de gran aumento y la acercó al libro.
          -Dentro de un siglo -murmuró mientras levantaba una hoja y la estudiaba al trasluz, guiñando un ojo- casi todo lo que hoy está en las librerías habrá desaparecido. Pero estos volúmenes, impresos hace doscientos o quinientos años seguirán intactos... Tenemos los libros, como el mundo, que merecemos... ¿No es verdad, Pablo?
          -Libros de mierda sobre papel de mierda. 
          Pedro Ceniza movía la cabeza, aprobador, sin dejar de estudiar el libro a través de la lente.
          -Ya lo oye. El papel de celulosa se vuelve amarillo y quebradizo como una hostia, y se fragmenta sin remedio. Envejece y muere.
          -Ese no es el caso -apuntó Corso señalando el libro.
          El encuadernador todavía observaba las hojas al trasluz.
          -Papel de hilo, como Dios manda. Buen papel hecho con trapos, resistente al tiempo y la estupidez humana... No, miento. Es lino. Auténtico papel de lino -apartó el ojo de la lente y miró a su hermano-. Qué raro, no se trata de papel veneciano. Grueso, esponjoso, fibroso... ¿Español?
          -Valenciano -dijo el otro-. Lino de Játiva. 
          -Eso es. Uno de los mejores de Europa, en la época. Puede que el impresor se hiciera con una partida de importación... Aquel hombre se propuso hacer bien las cosas.
          -Las hizo a conciencia -puntualizó Corso-. Y le costó la vida. 
        
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          -Eran riesgos del oficio -Pedro Ceniza aceptó el cigarrillo arrugado que Corso le ofrecía, para encenderlo en el acto, tosiendo con indiferencia-... En cuanto al papel, usted sabe que es difícil engañar con eso. La resma utilizada tendría que ser en blanco, de la misma época, y aun así íbamos a encontrar diferencias: las hojas se vuelven marrones, las tintas se oxidan, se alteran con el tiempo... Por supuesto los añadidos se pueden manchar, lavarse con agua de té para oscurecerlos... Una buena restauración, o adición de hojas faltas que parezcan originales, debe dejar el libro uniforme. Los detalles son básicos. ¿Verdad, Pablo?... Siempre los benditos detalles.
          -¿Cuál es el diagnóstico?
          -Salvando las distancias entre lo imposible, lo probable y lo convincente, hemos establecido que la encuadernación del libro puede ser del XVII... Eso no significa que las hojas que están dentro correspondan a esta encuadernación y no a otra; pero démoslo por supuesto. En cuanto al papel, tiene características similares a otras partidas cuyo origen sí está probado; luego también parece de época.
          -De acuerdo. Encuadernación y papel son auténticos. Veamos el texto y las ilustraciones. 
          -Eso resulta más complejo. Desde el punto de vista tipográfico hay dos posibles puntos de partida. Primero: el libro es auténtico, pero su propietario, que según usted tiene motivos poderosos para saberlo, lo niega. Posible, entonces, pero poco probable. Vamos al segundo punto, el de la falsedad, que nos permite calcular dos posibilidades. Primera: todo el texto es falso, inventado, impreso sobre papel de época y aprovechando unas cubiertas anteriores. Eso, aunque posible, resulta improbable. O, para ser más precisos, poco convincente. El costo del libro sería desproporcionado... Hay una segunda alternativa razonable para la falsificación: que se realizara en fecha muy próxima a la primera edición del libro. Hablamos de una reimpresión con modificaciones, camuflada como si fuese la primera, hecha diez o veinte años después de ese 1666 que figura en el frontispicio... Pero, ¿con qué objeto? 
         
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          -Se trataba de un libro condenado -apuntó Pablo Ceniza. 
          -Es posible -asintió Corso-. Alguien con acceso al material usado por Aristide Torchia, planchas y tipos de imprenta, pudo imprimirlo de nuevo... 
          El mayor de los hermanos había cogido un lápiz y garabateaba en el dorso de una hoja impresa. 
          -Sería una explicación. Pero las otras alternativas, o hipótesis, parecen más factibles... Imagine, por ejemplo, que la mayor parte de las páginas del libro son auténticas, pero se trata de un ejemplar falto, con hojas arrancadas o perdidas... Y alguien ha completado dichas faltas utilizando papel de época, una buena técnica de impresión y mucha paciencia. En tal caso tendremos dos subposibilidades: -una es que las páginas añadidas se reproduzcan de otro ejemplar completo... La segunda hipótesis es que, a falta de páginas originales para reproducir o copiar, el contenido de aquéllas se haya inventado -en ese momento el encuadernador le mostró a Corso lo que había estado dibujando-. Ahí ya tendríamos un caso de auténtica falsificación, según este esquema:

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          Mientras Corso y el hermano menor miraban el papel, Pedro Ceniza hojeó de nuevo Las Nueve Puertas.
          -Me inclino a pensar -añadió al cabo de un momento, cuando volvieron a prestarle atención- que si hubo infiltración de algunas páginas ésta fue, o coetánea de la impresión auténtica, o bien realizada ahora, en nuestros días. Descartamos la época intermedia, porque reproducir con tanta perfección una pieza antigua no ha sido posible hasta hace muy poco.
          Corso le devolvió el esquema.
          -Imagine que se enfrentan a esa posibilidad: un volumen falto. Y desean completarlo con técnicas modernas... ¿Qué harían?
          Los hermanos Ceniza suspiraron al unísono, profunda y profesionalmente, relamiéndose con la perspectiva. Ambos tenían ahora la mirada fija en Las Nueve Puertas.
          -Supongamos --decidió el mayor- que tenemos este libro de 168 páginas y que le falta la 100... La 100 y la 99, claro, pues se trata de una hoja con sus dos caras, o páginas. Y queremos completarlo. El truco consiste en localizar un gemelo.
          -¿Un gemelo?
          -En argot del oficio -aclaró Pablo Ceniza-: otro ejemplar completo.
         
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          -O que tenga, al menos, intactas esas dos páginas que necesitamos copiar. Si es posible, conviene comparar también el gemelo con nuestro ejemplar falto, para ver si hay distintas presiones o si los tipos están más gastados en uno que en otro... Usted lo sabe de sobra: en una época en que los tipos eran móviles y se desgastaban y alteraban con facilidad en la impresión manual, el primero y el último ejemplar de una misma tirada podían ser muy diferentes, con letras torcidas, rotas, tonos de tinta y cosas así. Ese estudio permitirá después, en la hoja infiltrada, añadir o quitar imperfecciones que la igualen con el resto... Después recurriríamos a la reproducción fotomecánica: un fotolito plástico. Y de ahí sacaríamos un polímero, o un zinc.
          -Una plancha en relieve -dijo Corso-. Hecha de resina o metal.
          -Eso mismo. Por muy perfecta que sea la actual técnica de reproducción, nunca nos daría el relieve, la marca sobre el papel característica de la antigua impresión con madera o plomo entintado. Así que debemos obtener la página completa reproducida en material moldeable, resina o metal, muy parecidos a efectos técnicos a la página compuesta con tipos móviles de plomo usados en 1666. Después ponemos esa plancha en la prensa para ejecutar la impresión manual como hace cuatro siglos... Por supuesto sobre papel de época, previa y posteriormente tratado con métodos de envejecimiento artificial... También la tinta, cuya composición estudiaremos a fondo, hay que tratarla con agentes químicos para que se iguale con el resto de páginas. Y ya tenemos perpetrado el delito.
         
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          -Pero imagine que la hoja original no existe. Que no hay referencia de la que copiar esas dos páginas faltas.
          Los hermanos Ceniza sonrieron a la vez, seguros de sí.
          -Entonces -dijo el mayor es cuando el trabajo se vuelve más atractivo.
          -Documentación e imaginación -añadió el otro.
          -Y por supuesto audacia, señor Corso. Suponga que Pablo y yo tenemos ese ejemplar falto de Las Nueve Puertas. En tal caso también dispondremos, en las restantes 166 páginas, de todo un catálogo de letras y símbolos utilizados por el impresor. Así que tomaríamos muestras hasta obtener un alfabeto entero. De ese alfabeto se obtiene una reproducción sobre papel fotográfico, más fácil de manejar, multiplicando cada letra por las veces necesarias para componer toda la página... Lo ideal, el toque artístico, consistiría en reproducir los tipos en plomo fundido a la manera de los antiguos impresores... Pero eso, por desgracia, es demasiado complejo y caro. Así que nos ajustaríamos a técnicas actuales. Dividiendo con una cuchilla las letras en tipos sueltos, Pablo, que tiene más pulso para el menester, compondría en una plantilla, a mano, las dos páginas línea a línea, igual que un cajista del XVII. De ahí obtendríamos otra prueba en papel para eliminar junturas de letras o imperfecciones, o añadir defectos similares a los que haya en otras letras, líneas y páginas del texto original... Después sólo queda sacar un negativo, y de ahí una reproducción en relieve: la plancha de imprimir.
         
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          -¿Y si las páginas faltas corresponden a ilustraciones?
          -Da lo mismo. Si accedemos al grabado original, el sistema de reproducción es todavía más fácil. En este caso, el hecho de que las láminas sean xilografías, con líneas más claras que el grabado en cobre o punta seca, facilita la limpieza del trabajo.
          -Imagine que ya no existe el grabado original.
          -Tampoco es problema. Si lo conocemos por referencias, se imita. Si no, lo inventamos. Previo estudio, claro, de la técnica en las otras láminas conocidas. Cualquier buen dibujante puede hacerlo.
          -¿Y la impresión?
          -Usted sabe muy bien que la xilografía sólo es un grabado en relieve: un taco de madera cortado en el sentido de la fibra, cubierto con un fondo blanco sobre el que se dibuja la composición. Después hay que tallarlo, y en las crestas o aristas se aplica la tinta para su transferencia al papel... Cuando reproducimos xilografías existen dos posibilidades: una es la copia del dibujo, esta vez mejor en resina. Aunque la alternativa, si se dispone de un buen artista grabador, es hacer otra xilografía auténtica, en madera, con la misma técnica que los originales de la época, y aplicarla directamente a la impresión... En mi caso, disponiendo de un buen grabador como mi hermano, yo recurriría a la impresión artesanal en madera. Siempre que sea posible, el arte debe emular al arte.
          -Y es más limpio -matizó Pablo. 
          Corso le brindó su mueca cómplice. 
          -Como en el Speculum de la Sorbona. 
          -Quizás. Es posible que su autor, o autores, pensaran del mismo modo... ¿No te parece, Pablo? 
          -Sin duda eran unos románticos -asintió el otro, con sonrisa que no llegaba a cuajar del todo. 
          -Sin duda -Corso señalaba el libro-. Y ahora, sentencien.
          -Yo diría que es auténtico -respondió Pedro Ceniza sin vacilar-. Nosotros mismos seríamos incapaces de conseguir algo tan perfecto. Fíjese: calidad de papel, manchas de páginas, tonos idénticos, alteraciones de tinta, tipografía... No es imposible que haya en él hojas infiltradas; pero lo considero improbable. Si de una falsificación se trata, la única explicación es que también sea de época... ¿Cuántos ejemplares se conocen?... ¿Tres? Supongo que ha considerado la posibilidad de que los tres sean falsos.
         
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          -La he considerado. ¿Qué me dice de las xilografías?
          -Que son extrañas, desde luego. Con todos esos símbolos... Pero también son de época. El grado de presión de las planchas es idéntico. La tinta, los tonos del papel... Quizá la clave no esté en cómo y cuándo fueron impresos, sino en lo que hay dentro. Lamentamos no llegar más allá.
          -Se equivoca-Corso se dispuso a cerrar el libro-. En realidad hemos ido muy lejos.
          Pedro Ceniza lo detuvo con un gesto. 
          -Todavía una cosa... Aunque imagino que habrá reparado en ello: las marcas de grabador. 
          Corso lo miró, confuso.
          -No sé a qué se refiere.
          -A las firmas microscópicas que hay al pie de cada ilustración... Enséñaselas, Pablo.
          El hermano menor hizo ademán de frotarse las manos en el guardapolvos, para secar un sudor imposible. Después, acercándose a Las Nueve Puertas, le mostró a Corso algunas páginas a través de la lupa.
          -Cada grabado -explicó- lleva las abreviaturas habituales: Inv. por invenit, con la firma del artista original, y Sculp. por sculpsit, el grabador... Observe. En siete de las nueve xilografías figura la abreviatura A.TORCH. como sculp. y como inv. Está claro que el mismo impresor dibujó y grabó siete láminas. Pero en las otras dos sólo aparece como sculp. Eso quiere decir que se limitó a grabarlas. Y que el creador del dibujo original, el inv., fue otro: alguien que respondía a las iniciales L. F.
          Pedro Ceniza, que había seguido la explicación de su hermano con breves movimientos de cabeza aprobando sus palabras, encendió su enésimo cigarrillo.
          -¿No está mal, verdad? -se puso a toser entre el humo, con una lucecita maligna en los ojillos de ratón astuto, pendiente de la cara que ponía Corso-. Aunque lo quemaran a él, ese impresor no estaba solo.
          -No -rubricó el hermano, soltando una risa lúgubre-. Alguien lo ayudó a encenderse la hoguera bajo los pies.



EL CLUB DUMAS
ARTURO PÉREZ REVERTE
ALFAGUARA,  1993 
ISBN: 84-204-8102-5

LOS HERMANOS CENIZA


          Estoy seguro de que nunca les pasó por la cabeza convertirse en personajes literarios, ni que un director de cine polaco y famoso los fuera a meter en una película. De haberlo sabido se habrían limitado a intercambiar una de sus miradas guasonas y tranquilas, encendiendo un cigarrillo con la colilla del anterior; y luego, tras encogerse de hombros, habrían cruzado la calle para tomarse dos tintos en el bar de Hilario, como si tal cosa. Pensaba en eso ayer, cuando terminé de leer la última versión del guión de La novena puerta: la película donde ellos salen. Una película que empieza a rodarse el mes que viene, y en la que su taller -Encuadernación y Restauración de libros antiguos y modernos- se lo han llevado el polaco y sus guionistas al casco antiguo de Toledo. Que no es mal escenario para situar lo que en la novela, como en la realidad misma, estuvo en la calle de Moratín, en el viejo corazón de Madrid.
          En realidad no se llamaban hermanos Ceniza sino hermanos Raso; pero tenían la piel blanca como los pergaminos con que trabajaban, y el pelo gris como la ceniza de sus cigarrillos y sus viejos guardapolvos. Así que en El club Dumas quise llamarlos Ceniza, y bajo ese nombre acudirá a ellos Johnnie Deep cuando encarne al bibliófilo mercenario Lucas Corso. A los hermanos Raso los conocí en el año 73, cuando los reporteros de Pueblo frecuentábamos el mismo bar que ellos. Seis o siete veces al día le echaban la llave al taller y bajaban al Hilario a tomárselas, siempre con el guardapolvos puesto y la eterna colilla en la boca. Se parecían mucho, cincuentones, casi gemelos, aunque uno era mayor de edad y más bajo de estatura que el otro. Tenían los ojos claros y guasones, y cuando el quinto o sexto vino les ponía la punta de la nariz roja, la ceniza del pitillo caía sobre el vino o sobre las páginas del libro en el que trabajaban.
            Eran tranquilos y amables, muy buena gente. Me gustaban mucho y los adopté en el acto, como durante toda mi vida he ido adoptando a la gente que me gustaba; o tal vez mucha de la gente que me gustaba terminó adoptándome a mí. El caso es que empecé invitándolos a un vino de vez en cuando, y por fin fui a llevarles un libro para que lo encuadernaran. El libro lo tengo ante mí ahora: pasta española, gofrados, cinco nervios y tejuelo verde: Tocqueville. El Antiguo Régimen y la Revolución. Tuve suerte con aquel primero, porque estaban serenos y de buen pulso, y no hubo ninguna errata en las letras doradas del lomo. Casi todos los que les llevé después las tienen, o al menos uno de cada dos o tres. Pero lejos de molestarme, eso añade valor sentimental a los volúmenes encuadernados por la pareja; como esa Historia Contemporánea de Weber que, en sus manos y con un par de tintos encima de la línea de flotación, quedaría para siempre en mi biblioteca con el título de Histosia Contemporania.
          Nunca supe otra cosa de ellos que lo que estaba a la vista, y lo que pude deducir de las largas y apasionantes visitas a su taller: lugar oscuro y polvoriento que olía a papel, cola y engrudo, abarrotado de pilas de libros en diversas fases de encuadernación, prensas y herramientas, pieles extendidas sobre una mesa de cinc en torno a la que trabajaban pálidos y silenciosos, colilla en boca, siempre sin prisa aunque llegara un ordenanza de cualquier ministerio a recoger un encargo que nunca estaba el día previsto, ni maldito lo que importaba a los dos hermanos que lo estuviera, o estuviese. Vivían a su ritmo, callados, guasones y solidarios entre sí; y de ellos aprendí los primeros rudimentos de encuadernación, la hermosa anatomía de los libros.
          Un día el hermano mayor se murió tosiendo como siempre, con su colilla en la boca; y en mi última visita el otro, el más joven y alto, estaba callado y melancólico, con el trabajo atrasado acumulándose en la mesa y en el suelo, junto al portal oscuro. Por fin, otro día que fui a llevar un último libro, encontré el taller cerrado, y el viejo rótulo arrancado de los cristales polvorientos de la ventana. De eso hace diez o doce años, y nunca he vuelto a ir a la calle Moratín, por no reavivar la tristeza que sentí ese día. Y cuando paso los dedos por la piel de los libros que ellos me encuadernaron y acaricio el dorado de sus erratas entrañables, no puedo evitar una sonrisa melancólica. Una sonrisa tan gris como el pelo de los dos hermanos, sus viejos guardapolvos y la ceniza, siempre a punto de caer, de sus eternos cigarrillos.


ARTURO PÉREZ REVERTE 

Artículo publicado en la revista El Semanal en el año 1998.

Emmanuelle Seigner

Localidades de película Las nueve puertas

Castillo de Puivert.
Castillo de Puivert.


El castillo de Puivert es un castillo cátaro ubicado en el pueblo de Puivert, en el departamento francés del Aude. Se encuentra asentado sobre una colina que domina el pueblo y el lago que se extiende a sus pies, a una altitud de 605 metros. Se encuentra a 60 km al sur de Carcasona y 45 km al este de Foix.

Historia

Castillo de Puivert


Situado en la línea divisoria de las aguas del océano Atlántico y del mar Mediterráneo, Puivert fue un muy importante señorío del Quercorb durante la Edad Media.
En el año 1170, durante uno de los numerosos encuentros de trovadores que solían acudir a Puivert, Pere d'Auvergne escribió un poema satírico en occitano antiguo con las palabras siguientes:

Lo vers fo fatz als enflabotz, a Puich-vert tor jugan rizen

La primera familia señorial conocida de Puivert fue la familia Congost, con diversos miembros adeptos a la religión cátara.
Hacia el año 1208 Alpaïs, la esposa del señor de Puivert, muere asistida por perfectos cátaros; su marido, Bernat de Congost, también recibe el sacramento cátaro (consolamentum) cuando muere en el año 1232 en el castillo de Montségur, donde se había refugiado.
En el año 1210, al principio de la cruzada contra los albigenses, el ejército cruzado dirigido por Simón de Montfort encuentra resistencia en Puivert, tomando finalmente el castillo tras un sitio de tres días.
En el año 1310 el matrimonio de Thomas de Bruyéres con Isabelle de Melun contribuye a la ampliación y embellecimiento del castillo.
A principios del siglo XIV, Puivert y la región de Quercorb fueron instituidos como 'Tierra privilegiada', eso significaba que sus habitantes estaban exentos de pagar censos reales, pero tenían que guardar los castillos de la región. El estatuto de Tierra privilegiada duró hasta la Revolución francesa, a finales del siglo XVIII.

Arquitectura

La fortaleza de Puivert está situada sobre una colina de 605 m de altura y domina un verde y hermoso valle. Para acceder a la fortaleza, era necesario atravesar un puente levadizo suspendido sobre un foso. Una segunda defensa consistía en una torre-puerta cuadrada. La entrada está coronada con el blasón de la familia de Bruyéres, y representa un león con la cola anudada. La torre permite acceder al patio principal, de 80 m x 40 m, rodeado por seis torres y una muralla. En el ángulo noroeste encontramos una poterna, denominada Puerta de Chalabre.


Torre del homenaje del castillo de Puivert.



La torre del homenaje se encuentra situada en el centro de la fortaleza; tiene una altura de 35 m y 15 m de lado y cuenta con cuatro salas que se superponen. En la base hay una sala baja, que tiene solamente una obertura; el acceso a las otras tres salas se hace sobre una pasarela de hierro. Una escalera de caracol permite descubrir la sala de vigía en la segunda planta. Las dos últimas consisten en salas de vueltas, hechas con cruceros ojivales.
La primera, que servía como capilla, está adornada con figuras que representan unos personajes con filacterios, cuenta también con un altar muy hermoso. La sala más alta es la llamada Sala de los Músicos y allí está la parte más notable del torreón, pues está adornada con figuras que representan ocho músicos tocando diferentes instrumentos: cornamusa, viola de arco, laúd, flauta y tambor, órgano, salterio, rabel y cítara.
Desde no hace mucho es posible acceder a la terraza que corona la torre, pudiendo contemplarse desde la misma unas vistas impresionantes, así como el lago no lejos de allí.
La residencia del señor, que ya no existe, estaba situada detrás de la torre del homenaje, al Oeste. Tenía diversas plantas y convertía el castillo de Puivert en una fortaleza señorial bastante grande. Debido a su elegante arquitectura, el castillo de Puivert parece menos una fortaleza estratégica que una residencia para el recreo
En la actualidad se están llevando a cabo excavaciones arqueológicas en la zona exterior a fin de restaurar y recuperar vestigios del que fue el antiguo castillo de los siglos XI y XII.

Curiosidades

En la película "The ninth gate" de 1999 ("La novena puerta") de Roman Polanski, basada en la novela "El Club Dumas" de Arturo Pérez-Reverte, precisamente se usa este mismo castillo como si fuese la localización física en el mundo real del castillo que aparece dibujado en el Grabado Nro.9 del libro de Aristide Torchia, "De vmbrarvm regni novem portis".


Sintra.
Chalet Biester.

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 Sintra es una localidad (villa) portuguesa del distrito de Lisboa, parte del Área Metropolitana de Lisboa, con cerca de 33 000 habitantes en su casco histórico.​ La ciudad fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco el 19 de diciembre de 1995. La localidad es sede del municipio de Sintra, que tiene 319,23 km² de área,3​ 377 835 habitantes (según el censo de 2011),​ y está subdividido en 11 freguesias desde su reorganización en 2013.

Chalet Biester


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A unos veinticinco kilómetros de Lisboa, dirección oeste, se emplaza un lugar que destila magia y encanto desde el momento en que llegas a sus proximidades. Se trata de la bella localidad de Sintra. Está situada a las puertas de un enorme parque natural, cuyos límites llegan hasta el Océano Atlántico. 
Desde mi permanente óptica cinéfila, Sintra me pareció Brigadoon hecha realidad. Localizada en una ladera montañosa entre despeñaderos, Sintra disfruta de un clima extraordinariamente húmedo donde la abundante pluviosidad y las temperaturas frescas producen un florecimiento boscoso impresionante al que acompañan grandes manantiales de agua. 
Desde la Baja Edad Media, Sintra se convirtió en lugar de retiro de los grandes monarcas portugueses. Y, posteriormente, con el paso de los siglos, se fue poblando por familias adineradas lisboetas que decidían convertirlo en su refugio estival. La entrada de las grandes fortunas produjo la conversión de la localidad hacia lo que vemos ahora: una villa palaciega cuyas mansiones se adentran en los frondosos bosques mientras la niebla tiñe el enclave de esplendor y misticismo.
Mencionaba antes Brigadoon (1954) porque, a pesar de las obvias diferencias, existe un aura que recuerda a ella cuando la niebla empieza a bajar desde la cimas de las montañas y cubre el núcleo de Sintra Vila. Debido a la belleza del lugar, realidad y ficción se entremezclan y casi parece que la población desaparezca del panorama visual.

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Entre junio y octubre de 1998, el maestro Roman Polanski rodó La Novena Puerta (The Ninth Gate, 1999). Esta adaptación de una parte de la novela "El Club Dumas", de Arturo Pérez-Reverte, contó con el apoyo de una producción internacional destinada a cubrir la diversidad de escenarios en los que transcurría el intrigante argumento.

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Durante la película seguimos las pesquisas de Dean Corso (Johnny Depp), a quien se le encarga investigar la autenticidad de un libro arcano titulado "Las Nueve Puertas del Libro de las Sombras", del cual existen solamente tres ejemplares en todo el mundo. El autor del mismo, Aristide Torchia, fue quemado en la hoguera por herejía, pero la leyenda afirma que Torchia había transcrito el libro a partir de un manuscrito previo redactado por el mismísimo Diablo.
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Uno de los ejemplares del libro se encuentra en posesión del bibliófilo Victor Fargas, quien lo guarda en su finca de Sintra. Cuando Corso tiene la oportunidad de inspeccionar el libro, se encuentra con que los gravados interiores que contienen la firma LCF son diferentes a los del ejemplar de Boris Balkan (Frank Langella), su empleador. A la mañana siguiente, tras haber conversado con Balkan sobre sus hallazgos, regresa a la finca acompañado por una misteriosa mujer (interpretada por Emmanuelle Seigner) que le sigue desde el inicio de su investigación. Cuando llegan a la mansión, se encuentran a Fargas muerto en la fuente del jardín. En el interior, la casa presenta signos de allanamiento y el ejemplar de "Las Nueve Puertas" está casi quemado. Además, las páginas discordantes han sido arrancadas.
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Polanski y su equipo se desplazaron a Sintra y aprovecharon su apariencia fría y sus cielos grises en beneficio del tono del film. Corso se aloja en el Hotel Central Palace de la villa, justo enfrente del maravilloso Palacio Nacional, cuyos orígenes se remontan al siglo XIV. Sus enormes chimeneas son únicas en el mundo en cuanto a forma y configuración. Dos centurias después, el Palacio fue ampliado y remodelado añadiendo múltiples estancias que fueron escenario de la vida de los monarcas portugueses . 
hotel


La misteriosa mujer recoge a Corso en la Praça da República, situada entre el hotel y el palacio. Desde allí se desplazan en moto hacia la finca de Fargas, que en la película se ubicó en el Chalet Biester, a unos dos kilómetros del centro de Sintra.


TOLEDO


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1999 – La Novena Puerta. Relato de Arturo Pérez Reverte llevado a la gran pantalla de manos de Roman Polanski, y con Johnny Deep en el papel principal. Narra las aventuras de Dean Corso, un “detective de libros” que recibe el encargo de un coleccionista de investigar sobre la autenticidad de la joya de su colección, “Las Nueve Puertas”, un libro escrito en colaboración con el mismísimo Lucifer, y que permitiría a su propietario invocar al príncipe de las tinieblas.

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Corso tendrá que venir hasta Toledo para investigar la procedencia del libro, que fue comprado en la librería anticuaria de los hermanos Ceniza, localizada para la ocasión en la actual entrada de la huerta del convento de los Carmelitas Descalzos. Es emblemática también la escena de la calle Buzones, en la que el protagonista está a punto de ser aplastado por un andamiaje que cae a su paso.

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Calle Buzones en Toledo , España (calle librería Ceniza Brothers')


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Toledo es un municipio y ciudad española, capital de la provincia homónima, en la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha. Con una población de 84 873 habitantes (INE, 2019), se trata del tercer municipio más poblado de la región. El casco histórico está situado en la margen derecha del Tajo, en una colina rodeada por un pronunciado meandro. El término municipal incluye dos barrios muy separados del núcleo principal: el de Azucaica, en la orilla derecha del río, y el de Santa María de Benquerencia, situado prácticamente enfrente del anterior en la margen izquierda.

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VARIAS FOTOGRAFÍAS.


caricaturas


Lucas Corso, el bibliofilo del Club Dumas de Arturo Pérez Reverte.

Un bibliófilo es aquella persona que ama los libros, tanto como objeto físico como por ser el objeto portador de un mensaje, que le gusta adquirirlos, leerlos y que generalmente posee una colección importante. La bibliofilia no debe confundirse como a veces se hace con la bibliomanía, un síntoma potencial de un trastorno obsesivo-compulsivo que implica una posesión desaforada y enfermiza por la posesión de libros, y al que el mero hecho de poseer el objeto físico es superior al valor que le concede al libro en sí mismo.

Así, nos aparece la figura del bibliófilo en el “Club Dumas” de Arturo Pérez Reverte. La historia de un cazador de libros que recibe el encargo de autentificar un manuscrito de “Los tres mosqueteros”, y a la búsqueda de un extraño manuscrito quemado en 1667. Ello llevará al protagonista a una arriesgada y desesperada misión para encontrar el objeto de deseo. Solamente una frase del libro define claramente que es la bibliofilia “… se ingresa en bibliofilia como en religión: para toda la vida”.

“Era uno de esos lectores compulsivos que devoran papel impreso desde la más tierna infancia; en el caso -poco probable- de que en algún momento la infancia de Corso mereciera calificarse de tierna… Conocí a Lucas Corso cuando vino a verme con el vino de Anjou bajo el brazo. Corso era un mercenario de la bibliofilia; un cazador de libros por cuenta ajena. Eso incluye los dedos sucios y el verbo fácil, buenos reflejos, paciencia y mucha suerte. También una memoria prodigiosa, capaz de recordar en qué rincón polvoriento de una tienda de viejo duerme ese ejemplar por el que pagan una fortuna. Su clientela era selecta y reducida: una veintena de libreros de Milán, París, Londres, Barcelona o Lausana, de los que sólo venden por catálogo, invierten sobre seguro y nunca manejan más de medio centenar de títulos a la vez; aristócratas del incunable para quienes pergamino en lugar de vitela, o tres centímetros más en el margen de página, suponen miles de dólares. Chacales de Gutenberg, pirañas de las ferias de anticuario, sanguijuelas de almoneda, son capaces de vender a su madre por una edición príncipe; pero reciben a los clientes en salones con sofá de cuero, vistas al Duomo o al lago Constanza, y nunca se manchan las manos, ni la conciencia. Para eso están los tipos como Corso… Y mientras le cobraba afición al negocio, descubrí algo: hay libros para vender y libros para guardar. En cuanto a estos últimos, se ingresa en bibliofilia como en religión: para toda la vida.”

Arturo Pérez Reverte. “El club Dumas o La sombra de Richelieu”. Madrid: Alfaguara, 1990
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La huella prodigiosa de Lucas Corso.
Susana Fortes
05 dic 2008

Para empezar, un cadáver, naturalmente. Dice Umberto Eco que entrar en una novela es como cruzar a nado a la otra orilla. Antes hay que aprender a respirar. El ritmo es importante. Una gran novela es aquella en la que el autor siempre sabe cuándo sacar la cabeza fuera del agua. No es casualidad que los personajes de El club Dumas pertenezcan a la hermandad de los arponeros de Nantucket, la isla de los grandes cazadores de ballenas. Claro que hay cazadores de muchas clases. Éste se llama Lucas Corso y caza libros por cuenta ajena. Lleva una bolsa de lona al hombro, usa zapatos ingleses, sólo bebe ginebra Bols y posee una memoria prodigiosa. Además, tiene una endiablada sonrisa de conejo al cabo de la calle. Uno de esos tipos que caen bien aunque una nunca se acabe de fiar. Por lo pronto, al lector le conviene no sólo estar atento a los hechos, sino que también debe saber moverse por el universo de los libros. 
Una biblioteca de tres mil volúmenes, un extraño manuscrito quemado en 1667 junto al hombre que lo imprimió, un escenario en el que se cruzan las calles medievales de Toledo con las de la Sintra templaria o las del París eterno y en donde los libros son siempre la llave que abre la puerta del laberinto: Dumas, Conan Doyle, Borges, Eco... 
Todos están ahí, jugando a conciencia y con argucias de perro viejo, el final de la partida. También las mujeres juegan sus cartas literarias: una es rubia y malvada, como Milady de Winter, y lleva una flor de lis tatuada en la ingle. La otra tiene más que ver con Sherlock Holmes, es muy joven, lleva el pelo corto, sangra por la nariz y pelea como un arcángel. No debe de ser fácil vérselas con una mujer así en la cama. 
"Verdes las iban a segar", piensa Corso en franco retroceso en una de las batallas más divertidas y tiernas que pueden librarse entre una chica lista y un hombre al fin y al cabo, para que ambos puedan, una vez más, hablar de amor.
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Al lector le conviene no sólo estar atento a los hechos, sino que también debe saber moverse por el universo de los libros.
ay una edad en la que se ama el misterio, la conspiración solitaria, los mensajes cifrados, los juegos lógicos, el enigma cuya solución está en el fondo de uno mismo, el cine negro, los cigarrillos rubios y los libros antiguos. Son años en los que la lectura lo es todo porque forma parte esencial de los sueños. Después vienen la vida y sus rebajas. Pero hay algunos libros -pocos-, como El club Dumas, que tienen el poder de recuperar al cabo de los años ese tiempo limpio en el que el juego nunca estaba decidido de antemano.
Novelas que tienen que ver con la aventura en el sentido más puro de la palabra y con la soledad que es compañera del valor, y con el deseo como secreto estremecimiento de la inteligencia. Y con la vida. O una cierta manera de vivirla. -

París.

Corso  visita a Baronesa Kessler (Barbara Jefford), propietaria de la tercera copia. Al principio, la baronesa se niega a cooperar, pero Corso la intriga con evidencia de que los grabados difieren entre las tres copias. Corso explica su idea: cada copia contiene un conjunto diferente de tres grabados firmados "LCF", por lo tanto, las tres copias son necesarias para adquirir el conjunto completo de nueve imágenes para el ritual. Corso encuentra "LCF" en tres grabados diferentes en el libro de la baronesa, lo que confirma su teoría. También, la baronesa le cuenta que hay un grupo de adoradores de Satanás que se juntan a realizar rituales satánicos, en ese grupo se encuentra Liana Telfer.


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El Hotel de Lauzun, o Hotel Pimodan, es una mansión ubicada en la Ile Saint-Louis en París, Francia.
El Hôtel de Lauzun fue construido entre 1657 y 1658 por el arquitecto francés Charles Chamois para el financiero Charles Gruyn. Fue decorado por el pintor Michel Dorigny (1616-1665), alumno y yerno de Simon Vouet, que heredó el estudio del maestro tras su muerte en 1649. Lo conocemos en el Hôtel de Lauzun, Le Triomphe de Cérès, La Toilette de Vénus, Diane y Endymion, así como Le Triomphe de Flore .
Fue comprada y habitada en 1682 por el duque de Lauzun, en 1685 por el marqués de Richelieu, quien la vendió en 1709 a Pierre-François Ogier. Posteriormente pasó a su hijo, Jean-François Ogier, quien lo vendió en 1764 a René-Louis de Froulay, marqués de Tessé. Pasó en 1769 a sus nietos, los Saulx-Tavannes, que lo cedieron en 1779 al marqués de Lavallée de Pimodan que lo ocupó hasta la Revolución.
El escritor Roger de Beauvoir nació allí en Noviembre 1806 y vivió allí. Este hotel fue restaurado por el bibliófilo y coleccionista Jérôme Pichon que alquiló algunas habitaciones.

Charles Baudelaire vive en estos lugares desde Octubre de 1843 a Septiembre 1845, en el último piso, en un pequeño departamento con vista al patio. Allí recibió a Madame Sabatier y escribió su poema L'Invitation au voyage . Entre sus vecinos del edificio, se encuentra su amigo Théophile Gautier, cofundador del Club des Haschischins y la experiencia de los paraísos artificiales, y el pintor Joseph Ferdinand Boissard de Boisdenier (1813-1866), donde tuvieron lugar las sesiones mensuales el  club.
En la planta baja se encuentra el comerciante de segunda mano Arondel con el que Baudelaire tiene una fuerte deuda.
El edificio fue clasificado como monumento histórico en 1906 y desde 1928 el Hôtel de Lauzun es propiedad de la ciudad de París. Ya era una propiedad municipal en el siglo xix. La familia Pichon, de la nobleza del Imperio, era propietaria y vivía en el hotel mientras tanto.

Desde el 12 de noviembre de 2013, el Hôtel de Lauzun alberga el Instituto de Estudios Avanzados de París, un instituto de investigación que alberga a investigadores internacionales en humanidades y ciencias sociales en residencia.
En 1998, el hotel fue uno de los lugares de rodaje de la película La novena puerta de Roman Polanski . Su fachada representa el edificio de la fundación de la baronesa Kessler.


Nueva york.

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Greenwich Village (también conocido como The Village) es una gran área residencial en el lado oeste de Manhattan en Nueva York. El barrio está rodeado por la calle Broadway al este, el río Hudson al oeste, la calle Houston al sur y la calle 14 al norte. El Distrito histórico de Greenwich Village se encuentra inscrito como un Distrito Histórico en el Registro Nacional de Lugares Históricos desde el 19 de junio de 1979.
Originalmente el barrio fue un pueblo aparte, (otro "village") creado en 1712. En 1822, una epidemia de fiebre amarilla en Nueva York hizo que los residentes se mudaran a Greenwich Village en busca de su mejor aire.

188 Bleecker Street, Nueva York


Edificios de Nueva York.

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El tipo de edificio más asociado a la ciudad de Nueva York es el rascacielos. Nueva York tiene 883 edificios de este tipo, una de las mayores concentraciones en el mundo. Rodeada principalmente por agua, la densidad residencial de la ciudad y el alto valor del terreno en los distritos comerciales hicieron que apareciese una de las más grandes colección de edificios de oficinas y torres residenciales del mundo.
Nueva York tiene importantes edificios en un amplio rango de estilos arquitectónicos. Estos incluyen el edificio Woolworth (1913), de estilo neogótico. En 1916 una resolución municipal marcó un mínimo espacio obligatorio entre los edificios y la línea de calle, con el fin de que el sol llegase a las calles.​ El diseño art decó del edificio Chrysler (1930) refleja estos nuevos requerimientos. El edificio está considerado por muchos historiadores y arquitectos como el mejor de la ciudad, con su ornamentación distintiva, compuesta por águilas y una iluminación en forma de V.​ Por otro lado, un importante ejemplo del Estilo Internacional en los Estados Unidos es el edificio Seagram (1957). Uno de los edificios más históricos es el Edificio E. V. Haughwout.

Los grandes distritos residenciales de Nueva York se definen por sus elegantes terrazas y petit hôtels conocidos tradicionalmente como brownstone por su característico revestimiento con piedra arenisca marrón, que fueron construidos durante el periodo de expansión que se dio entre 1870 y 1930.​ La piedra y el ladrillo se convirtieron en los materiales de construcción preferidos de la ciudad, tras las limitaciones que se impusieron en la construcción de casas de madera como consecuencia del gran incendio que tuvo lugar en 1835.​ 
Al contrario que París, que siempre fue construida de su propia reserva de piedra, Nueva York siempre obtuvo su piedra para la construcción de una gran red de canteras alejadas de ella, lo que confiere una gran variedad de texturas en los edificios.60​ Un rasgo distintivo de muchos de los edificios de la ciudad es la presencia de torres de agua montadas en los techos.
 En la década del 1800, la ciudad exigía su instalación en edificios de más de seis pisos para prevenir la necesidad de una presión de agua excesivamente alta, lo que reventaría las cañerías municipales.



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